La fe no puede ser un hecho privado
Alessandro Speciale
La lectura de la primera Carta Encíclica de Papa Francisco, “Lumen fidei”, que fue publicada hoy, es un salto en el pasado, en la tradición; un pasado reciente, vivo, pero que podría parecer lejanísimo a la luz de todo lo que ha sucedido en la Iglesia durante los últimos cinco meses. El texto, como indicó el mismo Pontífice argentino durante un encuentro con el Sínodo de los obispos, es fruto de un trabajo «a cuatro manos». Benedicto XVI, que había terminado prácticamente su redacción antes de su renuncia el pasado 28 de febrero, entregó todo lo que había escrito a su sucesor, que lo revisó y completó.
Sin embargo, al recorrer sus páginas, resulta evidente que la pluma principal del texto (relativamente breve: de 91 páginas divididas en 58 párrafos) es la del refinado teólogo alemán. Y no solamente porque la encíclica sobre la fe cierra el tríptico sobre las virtudes teologales que comenzó con la “Deus Caritas Est”, sobre la caridad, y continuó con la “Spe Salvi”, sobre la esperanza. El estilo, las frecuentes alusiones a los filósofos y a los debates de la cultura alemana de los años 60, la insistencia sobre algunos temas e incluso la comparación entre la fe y las catedrales góticas (en las que la luz llega desde el cielo, a través de los vitrales en los que se representa la historia sacra) indican que Papa Francisco decidió respetar y acoger el trabajo y la profunda reflexión de su predecesor.
Lo dice el mismo Francisco en el séptimo párrafo de la encíclica:«Estas consideraciones sobre la fe –en continuidad con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha pronunciado sobre esta virtud teologal– pretenden sumarse a lo que Benedicto XVI escribió en las Cartas Encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya casi había terminado una primera redacción de la Carta Encíclica sobre la fe. Le estoy profundamente agradecido y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas contribuciones más».
El título de la encíclica, “Lumen fidei” (“La luz de la fe”), resume la dinámica fundamental por la que transcurre el texto: la tradición de la Iglesia siempre ha asociado la fe con la luz, que disipa las tinieblas e ilumina el camino; pero en la modernidad, la fe «ha terminado por asociarse con la oscuridad», y se ha convertido en uno de los sinónimos del oscurantismo: «Se ha pensado que tal luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero no para los tiempos nuevos, para el hombre convertido en adulto, orgulloso de su razón, deseoso de explorar de forma nueva el futuro. En este sentido, la fe se presentaba como una luz ilusoria, que impedía al hombre cultivar la audacia del saber».
El texto cita a Nietzsche –una de las referncias constantes, en negativo, del pensamiento de Joseph Ratzinger– para quien “creer” se opondría al “buscar”. Pero en las últimas décadas, se ha descubierto que la «luz de la razón» en sí misma «no puede iluminar suficientemente el futuro»: el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, para conformarse con las pequeñas luces que iluminan el breve instante. Por este motivo, en el mundo de hoy, es urgente recuperar el carácter de luz propio de la fe, volver a descubrir que solamente la luz que deriva del “creer” es capaz de iluminar toda la existencia del hombre.
La vía para llegar a este (re)descubrimiento del carácter luminoso de la fe para, naturalmente, por el encuentro con Cristo y con su amor. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, expreimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se abre a nosotros la mirada del futuro.
Después de la breve introducción, la Encíclica recorre, a lo largo de sus cuatro capítulos, la historia de la fe cristiana, desde el llamado de Abraham y del pueblo de Israel, hasta la resurrección de Jesús y la difusión de la Iglesia (Capítulo 1), la relación entre la fe y la razón (Capítulo 2), el papel de la Iglesia en la transmisión de la fe en la historia (Capítulo 3) y, para concluir, el efecto de la fe en la construcción de las sociedades que pretenden el bien común (Capítulo 4). “Lumen fidei” concluye con una oración a la Virgen, modelo de fe.
Los dos Papas recuerdan que la fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos en la historia. Para entender qué es la fe, pues, es necesario conocer su recorrido, la vía de los hombres creyentes, testimoniada, en primer lugar, en el Antiguo Testamento. La fe tiene raíces profundas en el pasado y es, al mismo tiempo, «memoria futuri» (“memoria del futuro”), porque está estrechamente vinculada con la esperanza.
Un argumento que vuelve a aparecer en la conclusión de la encíclica, en uno de los pasos en los que es posible encontrar la colaboración de los dos pontífices. La esperanza, de hecho, en la unidad con la fe y la caridad, es la que sitúa al hombre en una perspectiva diferente con respecto a las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, dando nuevo impulso y nueva fuerza a la vida de todos los días. La intersección entre la fe y la esperanza se da, sobre todo, en el sufrimiento. La fe está ligada a la esperanza porque, aunque nuestra morada aquí abajo se vaya destruyendo, hay una morada eterna que Dios inauguró en Cristo, en su cuerpo». Por este motivo, el texto invita a los hombres a no dejarse «robar la esperanza.
La muerte y la Resurrección de Jesús son fundamentales en la fe cristiana: demuestran que la fe es verdaderamente potente, verdaderamente real, que es capaz de influir en la realidad de forma concreta (algo que nuestra cultura ya no puede concebir): creemos que Dios se encuentra solamente más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas.
Por ello, la fe es una y crea unidad, mientras su opuesto, la idolatría, siempre es «proselitismo» que no ofrece un camino, sino una multiplicidad de senderos que no conducen a una meta cierta y que configuran, más bien, un laberinto. Esta unidad de la fe implica, pues que no se trata de algo individual, sino que siempre se vive en medio y en compañía de los demás, en la comunidad de la Iglesia, sin afectar las individualidades (en esto radica, entre otras cosas, el motivo del bautsismo de los recién nacidos). La Iglesia no pretende reducir al creyente a simple parte de un todo anónimo, a mero elemento de un gran engranaje.
La unidad de la fe no solo significa que no hay diferencia entre el creer de los simples y el creer de los intelectuales (un rechazo del “gnosticismo” que ha aparecido constantemente en los discursos de Francisco), sino también que no se puede asumir la fe en pedacitos, eligiendo lo que le gusta a cada quién: cada época puede encontrar puntos de la fe más fáciles o difíciles de aceptar; por ello es importante vigilar para que se transmita todo el depósito de la fe.
Y esto también vale para los teólogos, que deben poner sus inquietudes y desvelos al servicio de la fe de los cristianos, en la Iglesia, sin considerar el Magisterio del Papa y de los obispos como algo extrínseco, un límite a su libertad, sino, al contrario, como uno de sus momentos internos, consitutivos.
El segundo capítulo de la encíclica, dedicado a la relación entre la fe y la razón, trata sobre el clásico tema ratzingeriano del relativismo, relacionado con el rechazo del mundo moderno de cualquier afirmación de la “verdad”, concebida como una prevaricación del otro y como la raíz de los fundamentalismos que desembocan, inevitablemente, en la violencia. El olvido de la verdad es el «gran olvido» del mundo moderno, regido por un pensamiento relativista en el que la pregunta sobre la verdad de todo, que es en el fondo la pregunta sobre Dios, ya no interesa. En cambio, para los dos Papas, la fe, sin verdad, no salva ni da seguridad a «nuestros pasos.
De la misma manera, si por una parte el amor necesita la verdad para encontrar un fundamento estable y no convertirse en un sentimiento que va y viene, por otra, la verdad necesita el amor, porque sin amor la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para las vidas concretas de las personas. El verdadero creyente no es arrogante, porque la verdad lo hace humilde. El creyente entiende que más que poseerla, es ella la que nos abraza y nos posee. En lugar de hacernos rígidos, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos.
Este camino también existe para los que no creen pero desean creer y no dejan de buscar. La encíclica se refiere con elogios a los esfuerzos de los “ateos devotos” que tratan de actuar como si Dios existiera, porque, tal vez, reconocen su importancia para encontrar indicaciones firmes en la vida común.
La fe, pues, es un bien común que no aleja al creyente del mundo, sino que lo pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nos ayuda a la construcción de nuestras sociedades, para que caminen hacia un futuro de esperanza. Gracias a la fe, las familias descubren la fuerza y los motivos para mantenerse juntas y jóvenes para siempre. La fe, pues, no es un refugio para cobardes, sino la dilatación de la via.
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