jueves, 25 de julio de 2013

 “La paternidad de Dios 
es más real que la humana” (Lc 11,1-13)
Orlando Segundo Carmona


Considero bien importante en este domingo XVII del T.O. donde la lectura es proveniente del evangelista Lucas leer el texto del Papa Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret y en donde toca el tema del Padre Nuestro de una manera clara y explicativa de la relación filial que todo ser humano debe tener con su Padre Dios. 



PADRE NUESTRO, QUE ESTAS EN EL CIELO.



Comenzamos con la invocación “Padre”, en una sola palabra como ésta se contiene toda la historia de la redención. Podemos decir “Padre”, porque el Hijo es nuestro hermano que nos ha revelado al Padre. También el Señor nos recuerda que los padres no dan una piedra a sus hijos que piden pan, y prosigue “Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros  hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?” Lucas especifica las “cosas buenas” que da el Padre cuando dice “….¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden? Lo que quiere decir: el don de Dios es Dios mismo, la “cosa buena” que nos da es El mismo.” 



Veamos la palabra “nuestro”. Sólo Jesús podía decir con pleno derecho “Padre mío”, porque realmente sólo El es el Hijo unigénito de Dios. En cambio, todos  nosotros tenemos que decir “Padre nuestro”. Sólo en el “nosotros” de los discípulos podemos llamar  “Padre” a Dios, pues sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en “hijos de Dios”. Así, la palabra “nuestro” resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de nuestro “yo”. Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y al mismo tiempo plenamente eclesial, lo rezamos con todo nuestro corazón, pero a la vez en comunión con  toda la familia de Dios, con los vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura y raza. El Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confín.



Partir de este “nuestro” entendemos también la segunda parte de la invocación “….que estás en el cielo”. Así no situamos a Dios Padre en una lejana galaxia, sino que afirmamos que nosotros, aun teniendo padres terrenos diversos, procedemos todos de un único Padre, que es la medida y origen de toda paternidad. “No llaméis padre vuestro a nadie en  la tierra, porque uno sólo es vuestro Padre, el del cielo” (Mateo 23,9).La paternidad de Dios es más real que la humana, porque en última instancia nuestro ser viene de Él, porque El nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del Padre.



Primera Petición: 



SANTIFICADO SEA TU NOMBRE 



La primera petición nos recuerda el segundo mandamiento: “No pronunciarás el nombre del señor, tu Dios, en falso”. Pero, ¿qué es el “nombre de Dios”? En el mundo de entonces había muchos dioses; así pues, Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que este Dios demuestra su mayor autoridad frente a los otros dioses. Pero el Dios que llama a Moisés es realmente Dios. Dios en sentido propio y verdadero no existe pluralidad con otros dioses. Dios es, por definición, uno sólo. Por eso no puede entrar en el mundo de los dioses como uno de tantos, no puede tener un nombre entre los demás. Así, la respuesta de Dios es al mismo tiempo negación y afirmación. Dice simplemente de sí: “Yo soy el que soy”. Él es, y basta. Por eso era del todo correcto que en Israel no se pronunciara esta autodefinición de Dios que se percibe en la palabra YHWH, que no la degradaran a una especie de nombre idolátrico. Y por ello no es del todo correcto que en las nuevas traducciones de la Biblia se escriba como un nombre mas este nombre, que para Israel es siempre misterioso e impronunciable, rebajando así el misterio de Dios del que no existen imágenes ni nombres pronunciables, al nivel ordinario de una historia genérica de las religiones.



Lo que llega a su cumplimiento con la encarnación ha comenzado con la entrega del nombre. De hecho, al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús veremos que allí El se presenta como el nuevo Moisés: “He manifestado tu nombre a los hombres…” (Juan 17,6). Lo que comenzó en la zarza que ardía en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios  se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. Él forma parte  de nuestro mundo, se ha puesto, por así decirlo en nuestras manos. De esto podemos entender lo que significa la exigencia de santificar el nombre de Dios. Ahora se puede abusar del nombre de Dios y, con ello, manchar a Dios mismo. Podemos apoderarnos del nombre de Dios para nuestros fines y desfigurar así la imagen de Dios. Cuanto más se entrega El en nuestras manos, tanto más podemos oscurecer nosotros  su luz; cuanto más cercano sea, tanto más  nuestro abuso puede hacerlo irreconocible. Y esta súplica de que sea El mismo quien tome en sus manos la santificación de su nombre, de que proteja el maravilloso misterio de ser accesible para nosotros  y de que, una y otra vez, aparezca en su verdadera identidad librándose de las deformaciones que le causamos, es una súplica que comporta siempre para  nosotros un gran examen de conciencia:¿cómo trato yo el santo nombre de Dios?¿Me sitúo con respeto ante el misterio de la zarza que arde, ante lo inexplicable de su cercanía y ante su presencia en la Eucaristía, en la que se entrega  totalmente en nuestras manos?¿Me preocupo de  que la santa cohabitación de Dios con nosotros no lo arrastre a la inmundicia, sino que nos eleve a su pureza y santidad?



Segunda Petición: 



VENGA A NOSOTROS TU REINO



Con esta petición, reconocemos en primer lugar la primacía de Dios: donde El no está nada  puede ser bueno. Donde no se ve a Dios, el hombre decae y decae también el mundo: en este sentido, el Señor nos dice: “Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura” (Mateo, 6,33).Con esta palabras se establece un orden de prioridades para el obrar humano, para nuestra actitud en la vida diaria. Con la petición “venga tu reino” (¡ no el nuestro !) el Señor nos quiere llevar precisamente a este modo de orar y de establecer las prioridades de nuestro obrar. Lo primero y esencial es un corazón dócil, para que sea Dios quien reine y no nosotros. El reino de Dios llega a través del corazón que escucha. Ese es su camino. Y por eso nosotros hemos de rezar siempre. Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos Señor! Empápanos, vive  en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el Universo al Padre, para que Dios sea todo para todos.



Tercera Petición:



HAGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO



En las palabras de esta petición aparecen claras dos cosas: existe una voluntad de Dios con y para nosotros que debe convertirse en el criterio de nuestro querer y de nuestro ser. Y que allí donde se cumple la voluntad de Dios está el cielo. Pero, ¿qué significa la” voluntad de Dios”? ¿Cómo la reconocemos?¿Cómo podemos cumplirla? Ser una sola cosa con la voluntad del Padre es la fuente de la vida de Jesús. La unidad de voluntad con el Padre es el núcleo de su ser en absoluto. En la petición del Padrenuestro percibimos en el fondo, sobre todo, la apasionada lucha interior de Jesús durante su diálogo en el monte de los Olivos: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú”. “Padre, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. (Mateo 26,39.42).Toda la existencia de Jesús se resume en las palabras: “Aquí estoy para hacer tu voluntad”. Sólo así entendemos plenamente la expresión: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió.” Si tenemos esto en cuenta, entendemos por qué Jesús mismo es “el cielo” en el sentido más profundo y más auténtico; El es precisamente en quien y a través de quien, se cumple plenamente la voluntad de Dios. Mirándole a Él, aprendemos que por nosotros mismos no podemos ser enteramente “justos”: nuestra voluntad nos arrastra continuamente como una fuerza de gravedad lejos de la voluntad de Dios, para convertirnos en mera “tierra”. Él, en cambio, nos eleva hacía sí, nos acoge dentro de El y, en la comunión con El, aprendemos también la voluntad de Dios. Así, en esta tercera petición del Padrenuestro pedimos en última instancia acercarnos cada vez más a Él, a fin de que  la voluntad de Dios prevalezca sobre la fuerza de nuestro egoísmo y nos haga capaces de alcanzar la altura a la que hemos sido llamados.



Cuarta Petición: 



DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DIA



Esta petición nos parece la más “humana” de todas: el Señor que sabe también de nuestras necesidades terrenales y las tiene en cuenta. El pan es “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, pero la tierra no da fruto si no recibe desde arriba el sol y la lluvia. Esta combinación de fuerzas cósmicas que escapa de nuestras manos se contrapone a la tentación de nuestro de nuestro orgullo, de pensar que podemos darnos la vida por nosotros mismos o sólo con nuestras fuerzas. Este orgullo nos hace violentos y fríos. Termina por destruir la tierra; no puede ser de otro modo, pues contrasta con la verdad, es decir, que los seres  humanos estamos llamados a superarnos y que sólo abriéndonos a Dios nos hacemos grandes y libres, llegamos a ser nosotros mismos.



Pedimos por “nuestro” pan. También aquí oramos en la comunión de los discípulos, en la comunión de los hijos de Dios, y por eso nadie puede pensar sólo en sí mismo. El que tiene pan abundante está llamado a compartir. 



San Cipriano nos dice que el que pide pan para hoy es pobre. La oración presupone la pobreza de los discípulos. Da por sentado que son personas que a causa de la fe han renunciado al mundo, a sus riquezas y a sus halagos, y ya sólo piden lo necesario para vivir. Pero la petición de pan, del pan sólo para hoy, nos recuerda también los cuarenta años de marcha por el desierto, en los que el pueblo de Israel vivió del maná, del pan que Dios le mandaba del cielo.



La traducción de la palabra  griega epioúsios (cada día) tiene dos interpretaciones principales: una sostiene que la palabra significa “(el pan) necesario para la existencia”, con lo que la petición diría: Danos hoy el pan que necesitamos para poder vivir. La otra interpretación defiende que la traducción correcta  sería “(el pan) futuro”, el del día siguiente. Pero la petición de recibir hoy el pan para mañana no parece tener mucho sentido, dado el modo de vivir de los discípulos. La referencia al futuro sería más comprensible si se pidiera el pan realmente futuro: el verdadero maná de Dios, es decir que el Señor nos dé “hoy” el pan futuro, el pan del mundo nuevo, Él mismo.



El gran sermón sobre el pan, en el sexto capítulo del Evangelio de Juan, revela el amplio espectro del significado de este tema. Inicialmente se describe el hambre de las gentes que han escuchado a Jesús y a las que no despide sin darles antes de comer, esto es, sin el “pan necesario” para vivir. Pero Jesús no permite que todo se quede en esto, no permite que la necesidad del hombre se reduzca al pan, a las necesidades biológicas y materiales, “No sólo de pan vive el hombre., sino de toda la palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4;Dt. 8,3). Jesús que se hizo hombre se nos da en el Sacramento, y sólo así la palabra eterna se convierte en maná, el don ya hoy del pan futuro. Después, el Señor reúne todos los aspectos una vez más: esta extrema materialización es precisamente la verdadera espiritualización: “El Espíritu es quien da vida: la carne no sirve de nada” (Juan 6, 63).



San Cipriano, finalmente dice: nosotros, que podemos recibir la Eucaristía como pan nuestro, tenemos que pedir también que nadie quede fuera, excluido del Cuerpo de Cristo. “Por eso pedimos que “nuestro” pan, es decir, Cristo nos sea dado cada día, para que quienes permanecemos y vivimos en Cristo no nos alejemos de su fuerza santificadora de su Cuerpo”.



Quinta petición:



PERDONA NUESTRAS OFENSAS, COMO TAMBIEN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE  NOS  OFENDEN



Esta petición presupone un mundo en el que existen ofensas: ofensas entre los hombres, ofensas a Dios. La superación de la culpa es una cuestión central de toda existencia humana; la historia de las religiones gira en torno a ella. La ofensa provoca represalia; se forma así una cadena de agravios en la que el mal de la culpa crece de continuo y se hace cada vez más difícil superar. Con esta petición, el Señor nos dice: la ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza. Dios es un Dios que perdona porque ama sus criaturas; pero el perdón sólo puede penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona. El tema del “perdón” aparece continuamente en todo el Evangelio. Dios mismo, sabiendo que los hombres estábamos enfrentados con Él cómo rebeldes, se ha puesto en camino desde su divinidad para venir a nuestro encuentro, para reconciliarnos. Recordemos, que antes del don de la Eucaristía, se arrodilló ante sus discípulos y les lavó los pies sucios, los purificó con su amor humilde. Y finalmente escuchamos la petición de Jesús desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34).



La petición del perdón supone algo más que una exhortación moral, que también lo es y, como tal, representa un desafío nuevo cada día. Pero en el fondo es -como las demás peticiones- una oración cristológica. Nos recuerda a Aquel que por el perdón ha pagado el precio de descender a  las miserias de la existencia  humana y a la muerte en la cruz. Por eso nos invita  ante todo al agradecimiento, y después también a enmendar con Él el mal mediante el amor, a consumirlo sufriendo. Y al reconocer cada  día que para ello no bastan nuestras fuerzas, que frecuentemente volvemos a ser culpables, entonces esta petición nos brinda el  gran consuelo de que nuestra oración es asumida en la fuerza de su amor y, con él, por él y en él, puede convertirse a pesar de todo en fuerza de salvación.



Sexta Petición:



NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACION



Para muchos la formulación de esta petición es un escándalo: ciertamente, Dios no nos tienta. De hecho Santiago nos dice:”Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al mal y no tienta a  nadie” (1,13).Nos ayuda a dar un paso adelante recodar las palabras del Evangelio:”Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo”(Mateo 4,1).La tentación viene del diablo, pero la misión mesiánica de Jesús incluye la superación de las grandes tentaciones que han alejado a los hombres de Dios y los siguen alejando. Como ya hemos visto, debe experimentar en sí mismo estas tentaciones hasta la muerte en  la cruz y abrirnos de este modo el camino a la salvación. Así, no sólo después de su muerte, sino en ella y a lo largo de toda su vida, debe en cierto modo “descender a los infiernos”, al ámbito de nuestras tentaciones y fracasos, para tomarnos de la mano y llevarnos hacia arriba.



Ahora, podemos explicar de un modo más concreto esta sexta petición del Padrenuestro. Con ella decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, entonces piensa, por favor, en lo limitado de  mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean demasiado excesivos, dentro de los cuales pueda ser tentado  y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí”. San Cipriano dice que cuando pedimos “no nos dejes caer en la tentación” expresamos la convicción de que “el enemigo no puede hacer nada contra nosotros si antes no se lo ha permitido Dios; de modo que todo nuestro temor, devoción y culto se dirija a Dios, puesto que en nuestras tentaciones el Maligno no puede hacer nada si antes no se le ha concedido facultad para ello. Y concluye, diciendo que puede existir un motivo por el que Dios concede al Maligno un poder limitado: puede suceder como penitencia para nosotros, para atenuar nuestra soberbia, con el fin que experimentemos de nuevo la pobreza de nuestra fe, esperanza y amor, y no presumamos de ser grandes por nosotros mismos: pensemos en el fariseo que le cuenta a Dios sus grandezas y no cree tener necesidad alguna de gracia. Pero, ¿no deberíamos recordar que Dios impone una carga especialmente pesada de tentaciones a las personas particularmente cercanas a Él, a los grandes santos, desde Antonio en el desierto hasta Teresa de Lisieux en el piadoso mundo de su Carmelo? Están llamados, por así decirlo a superar en su cuerpo, en su alma, las tentaciones de una época, a soportarlas por nosotros, almas comunes, y a ayudarnos en el camino hacia Aquel que ha tomado sobre sí el peso de todos nosotros. Así, en nuestra oración del Padrenuestro debe estar incluida, por un lado, la disponibilidad  para aceptar la carga de la prueba proporcionada a nuestras fuerzas; por otro lado, se trata precisamente de la petición de que Dios no nos imponga más de lo que podemos soportar; que no nos suelte de la mano. Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: “Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella” (1 Co 10,13).



Séptima Petición:



Y LIBRANOS DEL MAL 



La última petición del Padrenuestro retoma otra vez la sexta y la pone en positivo; en este sentido hay una estrecha relación entre ambas. Si en la penúltima petición predominaba el “no” (no dar al Maligno mas fuerza de la soportable), en la última nos presentamos al Padre con la esperanza fundamental de nuestra fe: “¡Sálvanos, redímenos, líbranos!”.¿De qué queremos ser redimidos? El “mal” del que se habla puede referirse al “mal” impersonal o al “Maligno”. En el fondo ambos significados son inseparables.



Aunque ya no existen el imperio romano y sus ideologías, ¡qué actual resulta todo esto! También hoy aparecen, por un lado, los poderes del mercado, del tráfico de armas, de drogas y de personas, que son un lastre para el mundo y arrastran a la humanidad hacia ataduras de las que no nos podemos librar. Por otro lado, también se presenta hoy la ideología del éxito, del bienestar, que nos dice: Dios es tan sólo una ficción, sólo nos hace perder tiempo y nos quita el placer de vivir. ¡No te preocupes de El! ¡Intenta sólo disfrutar de la vida todo lo que puedas! También estas tentaciones aparecen irresistibles. El Padrenuestro en su conjunto, y esta petición en concreto, nos quieren decir: cuando hayas perdido a Dios, te habrás perdido a ti mismo; entonces serás tan solo un producto casual de la evolución, entonces habrá triunfado realmente el “dragón”. Pero mientras este no te pueda arrancar a Dios, a pesar de todas las desventuras que te amenazan, permanecerás aún íntimamente sano. Es correcto, pues, que la traducción diga: líbranos del mal. Los males pueden ser necesarios para nuestra purificación, pero el mal destruye: Por eso pedimos desde lo más hondo que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios, que nos une a Cristo: Pedimos, que por los  bienes, no perdamos el Bien mismo; y que tampoco en la pérdida de bienes se pierda para nosotros el Bien, Dios; que no nos perdamos nosotros: ¡líbranos del mal! 



De nuevo Cipriano, el obispo mártir que tuvo que sufrir en carne propia la situación descrita en el Apocalipsis, dice con palabras espléndidas: “Cuando decimos “líbranos del mal” no queda más que pudiéramos pedir. Una vez que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y protegidos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué temor puede acechar en el mundo a aquel cuyo protector en el mundo es Dios mismo? (De dom. or., 27) Los mártires poseían esa certeza, que les sostenía, les hacía estar alegres y sentirse seguros en un mundo lleno de calamidades; los ha “librado” en lo más profundo, les ha liberado para la verdadera libertad. Es la misma confianza que san Pablo expresó tan maravillosamente: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”



Por tanto con la última petición volvemos a las tres primeras: al pedir que se nos libere del poder del mal, pedimos en última instancia el reino de Dios, identificarnos con su voluntad y la santificación de su nombre.



Finalmente, Su Santidad nos dice: No debemos perder de vista la auténtica jerarquía de los bienes y la relación de los males con el Mal por excelencia; nuestra petición no puede caer en la superficialidad: también en esta interpretación de la petición del Padrenuestro sigue siendo crucial “que seamos liberados de los pecados”, que reconozcamos el “mal” como la verdadera adversidad y que nunca se nos impida ver al Dios vivo”1.


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