Erosión del sentido de la vida y
las manifestaciones de la calle
Leonardo Boff
Poco a poco va quedando claro
que las manifestaciones masivas de la calle que han ocurrido en los últimos
tiempos en Brasil y en todo el mundo, expresan más que reivindicaciones
puntuales, como una mejor calidad del transporte urbano, mejor sanidad,
educación, empleo, seguridad y el rechazo a la corrupción y a la democracia de
las alianzas apoyadas por negocios trapaceros. Fermenta algo más profundo,
diría casi inconsciente, pero no menos real: el sentimiento de una ruptura
generalizada, de frustración, de decepción, de erosión del sentido de la vida,
de angustia y miedo ante una tragedia ecológico-social que se anuncia por todas
partes y que puede poner en peligro el futuro de la humanidad. Podemos ser una
de las últimas generaciones que habiten este planeta.
No
es extraño que el 77% de los manifestantes tengan estudios superiores, es
decir, son gente capaz de sentir este malestar del mundo y expresarlo como un
rechazo a todo lo que está ahí.
Primero,
es un malestar frente al mundo globalizado. Lo que vemos nos avergüenza porque
significa una racionalización de lo irracional: el imperio norteamericano
decadente para mantenerse necesita vigilar a gran parte de la humanidad, usar
la violencia directa contra quien se opone, mentir descaradamente como en la
motivación de la guerra contra Iraq, irrespetar cualquier derecho y las normas
internacionales, como el "secuestro" del presidente Evo Morales de
Bolivia, que han hecho los europeos, pero forzados por las fuerzas de seguridad
estadounidenses. Niegan los valores humanitarios y democráticos de su historia
que inspiraron a otros países.
Segundo,
la situación de nuestro Brasil. A pesar de las políticas sociales del gobierno
del PT que aliviaron la vida de millones de pobres, hay un océano de
sufrimiento, producido por la favelización de las ciudades, por los bajos
salarios y por la ganancia de la máquina productivista de estructura
capitalista, que debido a la crisis sistémica y a la competencia cada vez más
feroz, sobreexplota la fuerza de trabajo. Sólo para dar un ejemplo: la
investigación realizada en la Universidad de Brasilia entre 1996-2005 encontró
que cada 20 días se suicidaba un empleado de la banca debido a las presiones
por metas, exceso de tareas y pavor al desempleo. Y no hablemos de la farsa que
es nuestra democracia. Me valgo de las palabras del sociólogo Pedro Demo,
profesor de la UNB, en su Introducción a la Sociología (2002): «Nuestra
democracia es la representación nacional de una hipocresía refinada, llena de
leyes bonitas, pero hechas siempre en última instancia por las élites
dominantes para que les sirva a ellas de principio a fin. El político se
caracteriza por ganar bien, trabajar poco, hacer negocios turbios, emplear a
familiares y parientes, enriquecerse a costa del erario público y entrar en el
mercado desde arriba ... Si ligásemos democracia con justicia social, nuestra
democracia sería su propia negación» (p. 330, 333). Ahora entendemos por qué la
calle pide una profunda reforma política y otro tipo de democracia donde el
pueblo quiere codecidir los caminos del país.
Tercero,
la degradación de las instancias de lo sagrado. La Iglesia Católica nos ha
ofrecido grandes escándalos que han desafiado la fe de los cristianos:
sacerdotes pederastas, obispos e incluso cardenales. Escándalos sexuales dentro
de la Curia Romana, el cuerpo de confianza del Papa. Manipulación de millones
de euros en el Banco del Vaticano (IOR), donde los altos eclesiásticos se
aliaron con mafiosos y millonarios corruptos italianos para blanquear dinero.
Iglesias neo-pentecostales en sus programas de televisión atraen a miles de fieles,
usando la lógica del mercado y transformando de la religiosidad popular en un
negocio infame. Dios y la Biblia se ponen al servicio de la disputa
mercadológica para ver quien atrae más telespectadores. Hay sectores de la
Iglesia Católica que tampoco escapan a esta lógica, con el espectáculo de
misas-show y sacerdotes-cantores con su autoayuda fácil y canciones melifluas.
Por
último, no escapa al malestar generalizado la difícil situación del planeta
Tierra. Todos se están dando cuenta de que el proyecto de crecimiento material
está destruyendo las bases que sustentan la vida, devastando los bosques,
diezmando la biodiversidad y causando acontecimientos cada vez más extremos. La
reacción de la Madre Tierra está dada por el calentamiento global, que sigue
subiendo, si llegase en las próximas décadas a 4-6 grados Celsius más, por el
calentamiento abrupto, podría diezmar la vida que conocemos y hacer imposible
la supervivencia de nuestra especie, desapareciendo nuestra civilización.
Ya
no podemos engañarnos a nosotros mismos, cubriendo las heridas de la Tierra con
esparadrapos. O cambiamos de rumbo, manteniendo las condiciones de la vitalidad
de la Tierra, o el abismo nos espera.
Como
insiste la Carta de la Tierra: «Nuestros retos ambientales, económicos,
políticos, sociales y espirituales, están interrelacionados», esta
interconexión real, aunque en parte inconsciente, lleva a las calles a miles de
personas que quieren otro mundo posible y necesario ahora. O aprovechamos la
oportunidad de cambiar o no habrá futuro para nadie. El inconsciente colectivo
presiente este drama, de ahí el grito de la calle pidiendo cambios. Si no
atendemos sus exigencias, se puede retrasar la tragedia, pero no podremos
evitarla. El tiempo de escuchar y actuar es ahora.
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