viernes, 12 de julio de 2013

La Biblia en su contexto: 
“El Señor no quiere un amor a medias, exige una entrega total” (Lc 10,25-37)

Jesús quiere enseñar que nunca debía preguntarse quién es mi prójimo, porque ya la sola pregunta equivale al deseo de eludir la obligación. La peor vergüenza para un hombre o para una sociedad es no saber quién es su prójimo.

 Orlando Segundo Carmona


El pasaje de Lc 10,25-37 se puede dividir en dos partes entrelazadas:



•        El gran mandamiento (Lc 10,25-28)

•        La parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37)



El contexto histórico de los evangelistas es un poco difuso, ya que Mt y Mc ponen la perícopa (Lc 10,25-37) en los últimos días de Jesús, por su parte Lucas coloca el relato luego de la misión de los 72 discípulos. El relato más lógico parece ser el de Lucas ya que el alcance del mandamiento principal es ilustrado con la parábola del buen samaritano, cuyo escenario se capta con toda naturalidad desde Jericó hacia Betania. 



El que hace la pregunta a Jesús es un “legista” según Mt y Lc en la Biblia de Jerusalén y también en la de Bover-Cantera. La Biblia de Straubinger y la de Nacar y Colunga  traduce que fue un “doctor de la Ley”. En griego la traducción es “nomikós” que es un hombre dedicado al estudio de las leyes y de la cual es especialista. 



Jesús ha hablado de la victoria sobre Satán, los discípulos mismos han experimentado el reino de Dios, sus nombres están inscritos en las listas de ciudadanos del cielo, son llamados dichosos porque están viviendo el tiempo de la salvación: nada más normal que preguntar qué hay que hacer para entrar en la vida eterna. Asunto serio, cuestión candente, que el rico planteó a Jesús (Mc 10,17) y que dirigían a los doctores de la ley sus discípulos. El doctor de la ley preguntó a Jesús para tentarlo. Lo interpela como maestro y doctor, y “quiere probarlo y ver qué puede responder a su pregunta candente. Hace la pregunta como la hacían los judíos y pregunta por las obras. Las obras exigidas por la ley, salvan; lo que se tiene en cuenta son las obras, no la actitud interior. ¿Qué obras y qué preceptos son los que importan? Los doctores de la ley hablaban de seiscientos trece preceptos (doscientos cuarenta y ocho mandamientos y trescientas sesenta y cinco prohibiciones). La respuesta a la pregunta del doctor de la ley indica la ley misma, la ley escrita de la Sagrada Escritura. Jesús halla la respuesta en la ley, en la que se da a conocer la voluntad de Dios. La ley muestra el camino para la vida eterna. Los doctores de la ley habían tratado de compendiar los mandamientos y prohibiciones tan numerosos, reduciéndolos a unas cuantas leyes. Un medio de lograrlo era la «regla áurea»: Lo que a ti no te agrada, no lo hagas a tu prójimo; esto es toda la ley, todo lo demás es explicación (rabí Hilel, hacia el año 20 a.C). Otro doctor de la ley indicaba el precepto del amor al prójimo (Lev 19,18). El doctor de la ley que interrogó a Jesús resumía toda la ley en los mandamientos del amor de Dios (Dt 6,5) y del amor del prójimo (Lev 19,18), al igual que Jesús (Mc 12,28). Esta manera de compendiar la ley no debía de ser conocida para el judaísmo del tiempo de Jesús". Jesús da la razón al doctor de la ley por hallar compendiada la ley en estos dos mandamientos. El precepto del amor a Dios (Dt 6,5) con entrega de todas las potencias del alma a Dios, con una existencia dedicada a él sin reserva, era formulado diariamente mañana y tarde por los judíos del tiempo de Jesús en su profesión de monoteísmo. Este precepto liga al hombre con Dios hasta en lo más profundo de su ser. Con este precepto está asociado el precepto del amor al prójimo (Lev 19,18). El amor a uno mismo se presenta como medida del amor al prójimo”1.



Jesús le responde al legista “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Lc 10,27). El señor no quiere un amor a medias, exige una entrega total, por ello pide que pongamos todo lo que nos mueve; el corazón “kardia”, la mente “dianoia”, el alma “psyche” y todas nuestra fuerza “ischys”.



La parábola del buen samaritano (Lc 10,29.37) es exclusiva de Lc.  Se funda en la inseguridad del viejo camino que de Jerusalén “bajaba” a Jericó (27 Km de distancia y 1.000 de desnivel). Esta vía de comunicación era muy importante, porque unía la capital y prácticamente toda la Judea con el valle del Jordán, y desde allí, con el norte del país y con los países orientales al otro lado del río.



Para los efectos de la parábola, en vez del sacerdote y del levita podía servir cualquier otro pasajero. Si se habla de dos servidores del templo, hay que suponer una intención particular en Jesús. Se trata de dos personas que son prototipos de santidad, pero la verdad es que de santos no tienen nada, porque no tienen amor por el prójimo, su corazón es duro como una piedra y no tiene el más mínimo detalle de compasión con el hombre asaltado y dejado casi muerto. La verdad es que estos dos personajes se parecen a muchas personas hoy día que no les gusta ayudar ni poner su atención de cariño sobre el que sufre, el que es asaltado, pero sobre todo con el enemigo (Mt 5,44). En contraposición con estos dos personajes vacíos y huecos en sentimientos se encuentra el samaritano que es odiado por los judíos y odia a los judíos. 



La escena del samaritano es tierna y bien rica en detalles ya que él lo ve y se compadece (Lc 10, 33), se acerca más (Lc 10,34), desinfecta las heridas con el vino, luego les echa encima un poco de aceite para suavizar el dolor y finalmente las venda (Lc 10,34), lo monto en su cabalgadura, y él siguió a pies (Lc 10,34), lo llevó a una posada y cuido de él (Lc 10,34). Le dejo al dueño dos denarios (Lc 10,35) equivalentes a dos jornales de obrero). El samaritano cumplió hasta el último momento y no escatimo en no dejar escapar ningún detalle. Fue una atención de verdadera entrega de amor. 



Jesús le responde con una pregunta al legista ¿Cuál de los tres te parece haber sido el prójimo de aquel que cayó en manos de los bandoleros? (Lc 10,36). Jesús quiere enseñarle que nunca debía preguntarse quién es mi prójimo, porque ya la sola pregunta equivale al deseo de eludir la obligación. La peor vergüenza para un hombre o para una sociedad es no saber quién es su prójimo. 



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Bibliografía: 



1. STORGER, Alois, El Evangelio Según San Lucas, Herder, Tomo1, cap 3. Herder, Barcelona 1979, 1ra Edición, P 305-307.


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