domingo, 7 de julio de 2013

José Manuel Bernal

Pragmatismo ético 
frente a doxología y estética en la celebración 





Tengo la impresión de que, en este punto, somos herederos de la austera tradición luterana, como barruntaba Jürgen Moltmann en su precioso libro Sobre la libertad, la alegría y el juego (Salamanca 1972). Sin embargo, apenas si ha dejado huella alguna entre nosotros la tradición oriental, tan cargada de espiritualidad, tan contemplativa y abierta al horizonte escatológico. 

Nosotros, los latinos, hemos experimentado siempre una fuerte tendencia a resaltar los aspectos históricos de la encarnación y de la presencia en el mundo, los valores antropocéntricos caracterizados por la rectitud moral y por el compromiso social. Esa es una de las razones por las que, entre nosotros, ha ido decayendo cada vez más el talante festivo. Nuestras liturgias se desarrollan siempre con una preocupación pragmática y utilitaria: que nos sirvan para ser mejores, para comportarnos mejor, para inyectar en nuestras vidas un mayor impulso y una mayor eficacia. Siempre hay un «para», una utilidad de inspiración moral.

Sin embargo, desde aquí, quiero hacer votos a favor de la gratuidad, por una liturgia más lúdica y menos interesada, más pendiente de Dios y menos del hombre, más abierta a la alabanza y a la doxología, más contemplativa y más abierta a los valores escatológicos. Hay que poner un poco de sordina a tanta oración de petición, a tanto mea culpa, a tantas recriminaciones de autoinculpación, a tanta reflexión moralizante, a tantas vueltas y revueltas en torno a nuestros problemas personales. Hay que mirar más hacia arriba y menos hacia nosotros mismos.

Yo sé que tanto una actitud como la otra, consideradas en sí mismas, son respetables y positivas. Lo que aquí se plantea es un problema de equilibrio, de proporcionalidad. Porque en nuestras celebraciones, frente a la catarata de peticiones y recriminaciones morales, echamos de menos una mayor sensibilidad hacia las expresiones doxológicas y de alabanza, hacia ese tipo de repetición incesante de una aclamación o de una jaculatoria, un tanto monocorde y monótona, como quien tararea y repite sin interrupción un mantra, dejándonos sumergir en un clima de misterio y abiertos a la contemplación. Hay que cambiar el clima espiritual de nuestras celebraciones. Hay que dejarse impactar por la fuerza de los símbolos, hay que asumir como algo indiscutible que es Dios quien actúa en nosotros, quien nos cura y nos salva; y que a nosotros sólo corresponde abrirnos y dejarle actuar. Tenemos que dejarnos seducir, sumergirnos en el misterio.





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