«Nisi prius adoraverit»
(San Agustín)
José Manuel Bernal
La frase está tomada de un texto de san Agustín. Aparece en su comentario al salmo 98. Refiriéndose al cuerpo del Señor en la eucaristía, las palabras de Agustín, en su redacción original latina, suenan así: Nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit. Traducido el texto a nuestro idioma, dice: «Nadie come de esa carne a no ser que la haya adorado antes».
No voy a entrar aquí en la interpretación del enrevesado contexto en el que aparece esta afirmación de Agustín. A la postre la toma en consideración del contexto apenas si ofrecería luz alguna al esclarecimiento del tema. En todo caso, el santo obispo de Hipona se refiere a la carne que Jesús tomó de María, la carne a través de la cual Jesús se manifestó y convivió entre nosotros, la carne que él mismo nos ofrecerá como alimento: «El que come mi carne…» (Jn 6, 54).
Las palabras de Agustín se refieren al cuerpo eucarístico del Señor. A este propósito establece una especie de contraste entre «comerlo» y «adorarlo». Incluso da la impresión de que apuesta por una cierta prioridad, al menos cronológica, entre ambos gestos. Primero hay que adorar el cuerpo del Señor; luego comerlo. Más todavía; tal como suenan sus palabras, nadie puede acercarse a comer la carne del Señor si antes no la ha adorado. Al hilo de estas palabras, uno diría que Agustín da la prioridad a la adoración sobre el banquete.
Este texto de san Agustín me ha llenado de perplejidad. En algunos de mis escritos en el blog he manifestado mi pensamiento sobre el particular y he denunciado la tensión que se abre en la praxis pastoral de la Iglesia, desde la Edad Media, entre el adorar y el comer el cuerpo del Señor, entre la adoración y el banquete. He llegado a afirmar que, con el correr del tiempo, la adoración había ganado la batalla al banquete. Siempre aseguré que, sin menospreciar la importancia del culto de adoración a la eucaristía, Jesús había instituido este maravilloso sacramento, según sus mismas palabras, para ser comido, para ser nuestro alimento: «Tomad y comed…»; «El que come mi carne y bebe mi sangre…». Tomás de Aquino lo expresó claramente en la bella antífona del O sacrum convivium.
Las palabras de Agustín me obligan, sin embargo, a matizar más mi pensamiento, a revisar mis expresiones, a poner un poco de sordina a determinadas afirmaciones demasiado contundentes.
Seguramente hay actitudes y comportamientos que, aún sin corresponder a especiales recomendaciones de Jesús, resultan tan evidentes, tan de cajón (sit venia verbo!), que se imponen por sí mismas. Estoy pensando en la actitud doxológica y reverente ante la presencia viva del Señor en la eucaristía. Toda la tradición se hace eco del respeto, de la veneración, de la santa reverencia con que debemos comportarnos ante las especies sagradas, en las que el Señor, en su cuerpo y en su sangre, se hace presente en su iglesia y se convierte en alimento nuestro.
Me da vueltas en la cabeza este pensamiento. Creo que es importante decir esto y hacer este comentario. He participado en tantas celebraciones eucarísticas y he visto tantas cosas que, después de tanto alarde y de tanta elucubración teológica y pastoral, llega uno a pensar que es bueno recuperar los viejos usos de devoción y de piedad; hay que volver a las tradiciones sanas y venerables, al sentido respetuoso de lo sagrado, a los intentos de interiorización y de profundización en el misterio.
Siempre he echado de menos en nuestras celebraciones el talante doxológico de nuestras plegarias e intervenciones. Este sería el momento de ahondar en esta actitud, altamente espiritual y profunda, volcando nuestro espíritu hacia la alabanza exultante, hacia la veneración absorta y agradecida de la presencia viva del Señor, en su cuerpo y en su sangre, como comida y como bebida, imagen perfecta y anticipada del gran banquete mesiánico. Habría que conjuntar, en la unidad sacramental del banquete, la adoración reverente del cuerpo del Señor convertido para nosotros en manjar de vida.
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