domingo, 7 de julio de 2013

J.I. González Faus

Primerísimas impresiones 
sobre 
la Lumen fidei





Lo que sigue son observaciones a vuelapluma, fruto de una primera lectura rápida de la encíclica. Quede esto muy claro de entrada por si luego aparecen cosas que, en una lectura más lenta, pueden ser matizadas. El mundo mediático tiene grandes ventajas pero a veces hay que pagar ese precio de una dictadura de lo inmediato. A pesar de las “cuatro manos” a las que el hermano Francisco se refirió humorísticamente, la encíclica me ha parecido más bien un texto casi íntegro de Ratzinger, que Francisco ha tenido la delicadeza de hacer suyo y apenas le ha añadido alguna nota, al principio y al final. 

Donde más se percibe esto es en el siguiente detalle: Francisco ha tenido en estos meses de sus pontificado una serie de gestos positivos, muy cargados además de simbología y de significado. Pues bien: no he sabido ver en la encíclica un solo párrafo que pudiera ser visto como fundamento teológico de todos aquellos gestos. Del texto actual no brotará un gran deseo de “una Iglesia pobre y para los pobres” sino, a lo más, una Iglesia que puede gloriarse de tener una madre Teresa. Sin percibir (porque la falta de conocimiento de nuestro mundo me parece otro rasgo de la encíclica) hasta qué punto la Madre Teresa por ejemplar y admirable que fuese su caridad, se ha convertido en el opio de las clases altas. 

Es muy sorprendente que en la breve historia de la fe que traza el texto, comenzando en Abrahán, se presente a Moisés como si Dios le hubiera llamado sólo para tener un pueblo que le dé culto, y no porque “ha oído el clamor de su pueblo”. Una afirmación así brota de una opción previa (consciente o inconsciente), pero no del texto bíblico: y me parece típica del miedo de Ratzinger a las consecuencias políticas de la fe y de la teología.

Otros tres rasgos muy ratzingerianos, me parece que bañan el texto pontificio. El primero es la obsesión por la síntesis greco-judía como armonía definitiva entre razón y fe. Ratzinger polemiza contra los muchos que afirman hoy que la relación con el Dios bíblico se orienta por la línea de la escucha (el Dios que llama), mientras que en Grecia va por la línea de la visión que es más posesiva. La encíclica pretende que no existe tal diferencia; y aunque es verdad que la luz bíblica se orienta en la línea del amor (como bien afirma la encíclica), el amor es siempre una llamada. 

Personalmente, también creo que se desfigura a Grecia cuando se la reduce al “logos”, olvidando que tan griegos como Platón o Aristóteles, son todos los mitos (Prometeo, Ariadna, Sísifo, Orfeo…) cuya riqueza había captado muy bien Nietzsche (a quien aludiré luego). En cualquier caso, yo diría que la síntesis Atenas-Jerusalén no es una síntesis universal y definitiva históricamente; y que quienes hoy propugnan una deshelenización del cristianismo merecerían un poco más de atención.

Otro rasgo muy ratzingeriano es la protesta contra la dictadura del relativismo. La encíclica repite aquí tonos ya muy conocidos en los escritos de Ratzinger, sin haber llegado a percibir, en mi modesta opinión, ni las razones de esa dictadura (entre las que estaría una innegable absolutización sofocante de muchas cosas relativas, por parte de la Iglesia), ni lo que esa dictadura puede tener de válido, como llamada a la humildad y la desinstalación del seguidor que no tiene donde reclinar la cabeza, ni como acaba contradiciéndose a sí misma, porque la absolutización de Mamôn cabe perfectamente en ese relativismo occidental.

Otro rasgo ratzingeriano en esta misma línea es la defensa ante la acusación hecha al monoteísmo como intrínsecamente intolerante. Yo tampoco comparto esa acusación; pero creo que los creyentes, más que a refutarla, estamos llamados a comprender, y combatir, las pendientes indudables que en el monoteísmo pueden llevar a esa intolerancia absolutista, precisamente para protegernos contra ellas, y para poner de relieve de qué Dios se trata cuando hablamos de monoteísmo. Pero ahora no es momento de entrar en estos temas sino de destacarlos como contenidos totalmente ratzingerianos del texto de Francisco.

Finalmente hay un último detalle que me hubiera gustado poder elucidar y es el siguiente: la encíclica comienza con texto muy serio de Nietzsche en una carta a su hermana, que viene a decir: si lo que quieres es una paz cómoda y fácil quédate con la fe, si lo que quieres es la aventura de la vida, déjala la fe. En un principio pensé que el introductor de esa cita era Ratzinger y que esto es un acto innegable de valentía. Ahora dudo de que sea así (y preferiría que no fuera) porque, en realidad, me da la sensación de que la encíclica no logra responder a aquel desafío: al principio parece que sí, porque apunta al amor como fundamento de la fe, y a todo lo que el amor y la confianza en el amor tienen de aventura vital. 

Pero poco a poco el texto me parece que va siendo reconducido, otra vez hacia parajes ratzingerianos: la verdad cristiana es el amor (expresión muy bíblica y literal de la carta a los efesios), pero en seguida se añade que el amor cristiano también incluye la verdad (caritas in veritate además de veritas in caritate) estableciendo en equilibrio paritario entre ambas que, en mi opinión, no aceptaría el autor de la primera carta de Juan. Con ello lo que, al final, parece pedírsele al creyente es sólo una adhesión a la Iglesia, a los sacramentos y al magisterio. 

Aventuras “liberacionistas” o que “conocer a Yaveh es practicar la justicia” (Jer 22,16) o que aún tenemos que “aprender lo que significa misericordia quiero y no culto”, quedan fuera de la óptica de este texto. Con lo cual acaba siendo una encíclica para dar buena conciencia ilustrada a los sectores más conservadores, sin exigirles ningún cambio de rumbo a lo Zaqueo. Buenísima conciencia porque el texto es intelectualmente muy rico, claro y erudito (hasta con algunas discusiones semánticas, que parecen más propias de un libro que de una carta-encíclica).

Y, sin salir de la cita de esa carta de Nietzsche, tengo la impresión de que, si perteneciera al autor de la encíclica, debió ser contestada no por una exposición teórica de la fe, sino por un análisis más existencial de las dos aventuras: la del creyente y la del que se ha atrevido a “pasar una esponja para borrar el cielo” como el loco de la gaya ciencia.

Hace años leí en Eusebi Colomer (y siento no tenerlo ahora a mano) un texto de Nietzsche que no puedo garantizar ahora, y que pareció significativo: era una carta a la mujer de Wagner (de la que el filósofo anduvo discreta y secretamente enamorado), en la que le decía: no dejé Ud. nunca a Dios porque yo lo dejé y ahora ando perdido. No se trata entonces (entre fe y ateísmo) de la opción entre la placidez burguesa (de un platonismo para el pueblo) y la aventura del re-creador de todos los valores. Se trata de una doble arriesgada aventura: pero no es lo mismo escalar el Pedraforca (o el Everest) cuando en los momentos en que te sientes exhausto y perdido sabes que vas por el buen camino, o cuando en esos momentos debes confesarte que no sabes en realidad a dónde vas. Algo de esto debería estar presente en el texto si la cita primera obedece a su autor y no ha sido un añadido posterior…

Debo concluir repitiendo que todo esto no son más que primeras impresiones rápidas. Ojalá sean completadas por otros, y corregidas si hace falta. En cualquier caso me quedo con el mejor significado de la encíclica: un gesto delicado de Francisco a su predecesor que asume cono propio un gesto de éste para que no quede como un trabajo perdido. Eso sí que es “hacer la verdad en la caridad”.

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