Primeras impresiones
sobre la encíclica Lumen Fidei
La Encíclica Lumen Fidei
viene con la autoría del Papa Francisco, pero es sabido que fue escrita por el
Papa anterior, ahora emérito, Benedicto XVI. Confiesa claramente el Papa
Francisco: «Asumo tu precioso trabajo, limitándome a añadir al texto alguna
contribución». Y así debe ser, de lo contrario, no tendría la nota del
magisterio papal. Sería simplemente un texto teológico de alguien que un día
fue el Papa.
Benedicto
XVI quería escribir una trilogía sobre las virtudes cardinales. Escribió sobre
la esperanza y el amor. Pero le faltaba la fe, lo que hace ahora con los pequeños
complementos del Papa Francisco.
La
Encíclica no trae ninguna novedad sensacional que llame la atención de la
comunidad teológica, del conjunto de los fieles o del público en general. Es un
texto de alta teología, con un estilo recargado y lleno de citas bíblicas y de
los Santos Padres. Curiosamente cita autores de la cultura occidental como
Dante, Buber, Dostoievski, Nietzsche, Wittgenstein, Romano Guardini y al poeta
Thomas Elliot. Se puede ver claramente la mano del Papa Benedicto XVI, sobre todo
en discusiones refinadas de difícil compresión hasta para los teólogos,
manejando expresiones griegas y hebreas, como suele hacer un doctor y maestro.
El
texto va dirigido a la Iglesia. Habla de la luz de la fe a quienes ya están
dentro del mundo iluminado por la fe. En este sentido es una reflexión
intrasistémica.
Tiene
una dicción típicamente occidental y europea. En el texto solo hablan
autoridades europeas. No se toma en consideración el magisterio de las iglesias
continentales, con sus tradiciones, teologías, santos y testigos de la fe. Cabe
señalar este solipsismo, pues en Europa sólo vive el 24% de los católicos, el
resto está fuera, el 62% de ellos en el llamado Tercer Mundo y Cuarto Mundo.
Puedo imaginar a un católico surcoreano, indio, angoleño, mozambiqueño o
incluso andino leyendo esta encíclica. Posiblemente todos ellos entenderán muy
poco de lo que está escrito allí, ni se encontrarán reflejados en ese tipo de
argumentación.
El
hilo conductor de la argumentación teológica es típico del pensamiento de
Joseph Ratzinger como teólogo: la preponderancia del tema de la verdad, diría,
casi obsesiva. En nombre de esa verdad se contrapone frontalmente a la
modernidad. Tiene dificultad para aceptar uno de los temas más caros al
pensamiento moderno: la autonomía del sujeto y su uso a la luz de la razón. J.
Ratzinger la ve como una forma de sustituir la luz de la fe.
No
muestra esa actitud tan recomendado por el Concilio Vaticano II que sería: en
enfrentamientos con las tendencias culturales, filosófica e ideológicas
contemporáneas, cabe principalmente identificar las pepitas de verdad que hay
en ellas, y desde ahí organizar el diálogo, la crítica y la complementariedad.
Es blasfemar contra el Espíritu Santo imaginar que los modernos sólo han
pensado mentiras y falsedades.
Para
Ratzinger el propio amor debe someterse a la verdad, sin la cual no se
superaría el aislamiento de «yo» (nº 27). Sin embargo, sabemos que el amor
tiene sus propias razones y obedece a una lógica distinta, diferente, sin ser
contraria a la verdad. El amor puede no ver con claridad, pero ve con más
profundidad la realidad. Ya San Agustín siguiendo a Platón decía que sólo
comprendemos verdaderamente lo que amamos. Para Ratzinger, «el amor es la experiencia
de la verdad» (n.27) y «sin la verdad, la fe no salva» (nº 24).
Esta
declaración es problemática en términos teológicos, pues toda la Tradición,
especialmente los Concilios han afirmado que sólo salva «aquella verdad
informada por la caridad» (fides caritate informata). Sin el amor, la
verdad es insuficiente para alcanzar la salvación. En un lenguaje pedestre
diría: lo que salva no son las prédicas verdaderas sino las prácticas
efectivas.
Todo
documento del Magisterio está hecho por muchas manos, tratando de contemplar
las distintas tendencias teológicas aceptables. Al final, el Papa le da su
forma y lo avala. Esto también se aplica a este documento. En su parte final,
probablemente de mano del Papa Francisco, hay una apertura notable que se
compagina mal con las partes anteriores, fuertemente doctrinales. En ellas se
afirma enfáticamente que la luz de la fe ilumina todas las dimensiones de la
vida humana. En la parte final la actitud es más modesta: «La fe no es una luz
que disipa todas nuestras tinieblas, sino una lámpara que guía nuestros pasos
en la noche y eso basta para el camino» (nº 57). Con precisión teológica afirma
que «la profesión de fe no es asentimiento a un conjunto de verdades
abstractas, sino hacer que la vida entre en plena comunión con el Dios vivo»
(45).
La
parte más rica, en mi opinión, es el nº 45 cuando se explica el Credo. Ahí se
convierte en una afirmación que desborda la teología y roza la filosofía: «el
fiel afirma que el centro del ser, el corazón más profundo de todas las cosas
es la comunión divina» (nº 45). Y completa: «El Dios-comunión es capaz de
abrazar la historia del hombre e introducirlo en su dinamismo de comunión» (nº
45).
Pero se constata en la
Encíclica una dolorosa laguna que le quita gran parte de su relevancia: no
aborda la crisis de fe del ser humano hoy, sus dudas, sus preguntas que ni la
fe puede responder: ¿Dónde estaba Dios en el tsunami que diezmó miles de vidas
o en Fukushima? ¿Cómo creer después de las masacres de miles de indios a manos
de los cristianos a lo largo de nuestra historia, de los miles de torturados y
asesinados por las dictaduras militares de los años 70 a 80? ¿Cómo tener
todavía fe después de los millones de muertos en los campos de exterminio
nazis? La encíclica no ofrece ningún elemento para responder a estas preguntas.
Creer es siempre creer a pesar de... La fe no elimina las dudas y angustias de
un Jesús que grita en la cruz: "Padre, ¿por qué me has abandonado?".
La fe tiene que pasar por este infierno y transformarse en esperanza de que
para todo hay un sentido, pero escondido en Dios. ¿Cuándo se
revelará?
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