YO,
EL LIBRO
Frei Betto
Soy
muy especial. Mi tecnología es insuperable. Funciono sin hilos, baterías, pilas
o circuitos electrónicos. Soy útil incluso donde no hay energía eléctrica. Y
puedo ser usado incluso por un niño: basta con abrirme.
Nunca
fallo, no necesito manual de instrucciones, ni de técnicos que me reparen. Paso
de oficinas y herramientas. Estoy exento de virus, aunque figure en el menú de
los proyectos. Si hay algo que el lector no entienda en mí, hay otro colega que
explica todos mis vocablos.
A
través mío las personas viajan sin salir del lugar. ¿No es fantástico? Basta
con abrirme y puedo llevarlas a la Roma de los Césares o a la India de los
brahmanes, a los estudios de Hollywood o al Egipto de los Faraones, al modo
como las ballenas cuidan de sus hijos o a los misterios de los agujeros negros.
Estoy
hecho de papiro, pergamino, papel, plástico y, hoy, existo hasta como material
virtual. Domino todas las ramas del conocimiento humano. Y, al contrario de los
seres humanos, nunca olvido. Si me consultan, aclaro dudas, respondo preguntas,
estimulo la reflexión, despierto emociones e ideas.
Pudo
enseñar cualquier idioma: tupí, griego, chino o ruso. Incluso lenguas muertas,
como el latín. Introduzco a las personas en la meditación zen-budista y en los
secretos de la culinaria, en las partículas subatómicas y en la historia del
automóvil, en las maravillas de los jardines colgantes de Babilonia y en las
costumbres de los escorpiones.
Para
utilizarme, la persona puede escoger el lugar más confortable: la cama, el sofá
de la sala, una silla en la cocina, una grada de escalera o el asiento del bus.
Le traigo los poemas de Fernando Pessoa y los salmos de la Biblia, las
instrucciones para arreglar un monitor de televisión y la biografía de John
Lennon, los viajes de marco Polo y los cálculos de la propulsión de las naves
espaciales.
Trabajo
en silencio y nunca incomodo a nadie, pues no insisto. Es mi lector el que se
cansa y, en este caso, puede cerrarme y continuar la lectura horas o días
después. No huyo, ni escapo del lugar, ni abandono a quien cuida de mí. Quedo
allí a la espera, sobre una mesa o en un anaquel, sin alterar mi humor. Excepto
cuando soy blanco de la codicia de algunas personas sin escrúpulos, que me
roban a mis legítimos dueños.
Revelo
a quien me busca lo que es de su interés: cómo cuidar el jardín o detalles de
la guerra de Paraguay, la increíble pasión entre Romeo y Julieta o la
atribulada vida amorosa de Elvis Presley, los secretos de la fabricación de un
buen vino o las mil y una interpretaciones de Las mil y una noches.
Se
puede estar conmigo y, al mismo tiempo, oír música o viajar en tren, barco o
avión, sin necesidad de pagar mi pasaje. Soy transportable, manipulable y hasta
descartable. Pero acostumbro a engañar a quien confía en las apariencias: no
siempre mi rostro revela el contenido.
Sin
mí la humanidad habría perdido la memoria. Y, posiblemente, no acabaría
sabiendo que Dios se reveló a ella. Soy portador de epifanías y de sueños, de
tragedias y esperanzas, de dolores y utopías. Y soy también una obra de arte,
dependiendo de cómo mis autores tejen y bordan las letras que llenan mis
páginas.
Libre
y leído, soy libro.
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