jueves, 25 de octubre de 2012


Para que vuelva a florecer la primavera 
del Vaticano II 
José Manuel Bernal


Tuve yo la suerte de estar en la Roma del 1962 cuando se abrieron las puertas del Concilio. En mi casa del Angelicum, donde yo residía en aquel momento, estaban hospedados numerosos obispos y teólogos dominicos invitados a participar en las tareas del Concilio. Acabado éste, me cupo la satisfacción de participar activamente en los trabajos de la reforma litúrgica conciliar como Consultor de la S. Congregación para el Culto Divino, en estrecha colaboración con el recordado Padre Bugnini, uno de los artífices más destacados de la reforma litúrgica.

Desde esta rica experiencia, al cumplirse ahora los cincuenta años de ese grandioso acontecimiento, sin menospreciar lo mucho que se ha hecho durante estos años, desearía señalar lo mucho que aún nos queda por hacer. Lo hago de manera breve y, por supuesto, con una referencia especial a la renovación litúrgica.

Por un lado, me cuesta mucho reconocer que la liturgia haya llegado a ser realmente el centro de la vida de la Iglesia, el elemento culminante y la fuente («culmen et fons») de toda su actividad; no acabo de reconocer en nuestras iglesias que la asamblea del pueblo de Dios haya asumidos el verdadero protagonismo que le corresponde y que sus celebraciones se hayan convertido en una verdadera fiesta; sobre todo, no acierto a descubrir que la celebración de la eucaristía, en la que compartimos, en el pan y en el vino, el cuerpo y la sangre del Señor, no acierto a descubrir -digo- que nuestras comunidades eclesiales se sientan de verdad más implicadas y más comprometidas en una vida más solidaria y más fraterna, más sensible a las necesidades de los más pobres. La gente sigue acercándose a la iglesia para “oír misa”; los sacerdotes siguen "diciendo misa" y “administrando” los sacramentos; las primeras comuniones y las bodas eclesiásticas no han terminado de deprenderse de la parafernalia social que las rodea; las devociones piadosas, los procesiones y las funciones religiosas populares de semana santa no han conseguido armonizarse con la liturgia.

Hemos incorporado las lenguas vivas a la liturgia. Hemos traducido todos los libros litúrgicos a nuestras propias lenguas. Hasta hemos incorporado textos nuevos. Sin embargo, esos textos nos resultan ajenos, extraños, incomprensibles. Y es que no basta con traducir textos antiguos, escritos en un determinado entorno cultural y espiritual. Hay que crear textos de oración nuevos, con un lenguaje más cercano a nosotros, más sensibles a nuestras necesidades y aspiraciones, más en sintonía con nuestra manera de vivir y expresar nuestra fe. En este punto, somos muchos los que pensamos que la reforma litúrgica se dejó llevar de un cierto arqueologismo.

Frente a determinados intentos de ningunear a la asamblea y de olvidar las atribuciones que le corresponden, en aras de un clericalismo camuflado, hay que promover la importancia del pueblo de Dios en la celebración. Frente a determinados inventos introducidos en las celebraciones, en nombre de un desafortunado espíritu de creatividad, hay que abogar por un mayor esfuerza de formación y de sensibilidad litúrgica. Frente a una visión encorsetada de la liturgia, pendiente obsesivamente de la fidelidad a las normas y la observancia minuciosa de los ritos, hay que abogar por un conocimiento más profundo del espíritu que anima a la nueva liturgia renovada, por una visión más liberal de las normas y por una mayor grandeza de espíritu.

Para que retoñe nuevamente la primavera alumbrada por el Concilio habrá que descubrir de una vez el carácter festivo de las celebraciones; habrá que pasar de una liturgia menos folclórica a unas celebraciones más profundas y más intensas; habrá que saber apreciar el valor insustituible de la palabra de Dios; tendremos que dejarnos atrapar por la fuerza misteriosa de los símbolos; así podremos descubrir, a través de las mediaciones, la presencia del Dios que nos ama y nos salva; habrá que captar el sentido de la mesa eucarística, del banquete donde se come y se bebe; la dimensión comunitaria y eclesial del sacramento de la penitencia, por el que Dios nos reconcilia con él y con los hermanos. Tendremos que volver a descubrir toda la riqueza del mensaje conciliar mediante un estudio profundo y una meditación sosegada de sus documentos. Por ese camino quizás vuelva a florecer la primavera.





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