Martín Caparrós mcaparros@ole.com.ar
La hora, referí
A veces pienso en los trabajos que nunca haría y, en general, lo primero que se me ocurre es policía, militar, jefe de personal. Pero después –justo antes de dentista– suelo decirme que árbitro de fútbol. Es raro que a alguien se le ocurra ser árbitro de fútbol: más de una vez perdí un rato pensando cómo será el momento en que un chico de quince, un muchacho de veinte deciden que van a ser árbitros.
–Papá, ya encontré mi vocación.
–Qué bueno, hijo. ¿Querés ser médico? ¿Banquero? ¿Diputado del oficialismo?
–No, pá. Referí.
–Ay, hijo, ¿qué va a decir tu madre?
Me intrigan, digo, las razones por las que una persona normal –más o menos normal, como cualquiera–, en pleno uso de sus facultades físicas e incluso mentales decide lanzarse a un camino que terminará, en el mejor de los casos, si todo va de diez, con el odio y los insultos de 50.000 personas zumbando alrededor de su cabeza.
“El árbitro es el máximo aficionado del fútbol. El hincha desorbitado. Obviamente, preferiría jugar en un equipo, pero le faltaron facultades. Al precio altísimo de ser injuriado, sopla la justicia en su silbato. Es su manera de compartir la merienda de los dioses”, dice, con la elegancia que lo caracteriza, mi amigo Juan Villoro en un libro que últimamente nos reunió.
Seguramente ésa es la razón inicial, la común: alguien quiere formar parte del espectáculo que más le gusta y se da cuenta de que jamás podría estar en el lugar deseado de la forma deseada, así que se resigna a otra. Es un cóctel de estar cerca es muy bueno mezclado con todo no se puede y una gota de mejor pájaro en mano.
Aunque no hay que dejar de lado el vil metal: los árbitros de la elite argentina ganan un fijo de 17.000 pesos, pero si referean seguido pueden llegar a juntar 25.000 por mes; no es poco.
Estar ahí, ganarse unos mangos: son razones necesarias pero no me parecen suficientes. Para soportar –y/o disfrutar– esa situación en que millones te miran esperando tu más mínimo error para insultarte con minucia, con delectación, hay que tener algo más que eso.
Algunos, imagino, lo disfrutan: nadie puede pasar todas las semanas por una lluvia de puteadas si no le encuentra algún gustito. Ya sea para levantar la cabeza, mentón apuntando al horizonte, y despreciar a esos idiotas que se ocupan de él y pensar algo así como que ya querrían que los putearan a ellos. O para probarse que uno tiene tanta fortaleza y tanto aguante que puede soportar incluso esas puteadas millonarias. O por puro placer de ser puteado –que también de eso hay, los llaman masoquistas.
Pero ésos, creo, son los menos graves. Los realmente nocivos son ésos que se excitan como enanos con la posibilidad de imponer su autoridad: de convertirse en una dominatrix con látigo de cuero y una sonrisa de superioridad: acá se hace lo que digo yo, y al que no le gusta se la pongo roja. Se los reconoce porque suelen sancionar con mucha más dureza al jugador que les contesta unas palabras que al leñador que intenta partir en dos al diez contrario. Son gente que cree tanto en el orden y la autoridad que imagina que un partido de fútbol es, más que un momento de juego y emociones, un espacio para enseñarles a millones de energúmenos el valor de esos valores. El varón que cree en la justicia, y como no encuentra formas de aplicarlas en la vida real se resigna a hacerlas funcionar en un corralito de 120 x 90.
El señor Castrilli fue de ésos: el ejemplo del justiciero innecesario, capaz de cargarse un partido para que todos aprendiéramos que el orden es lo más importante. Son los más peligrosos, y los más exitosos, porque el mundo está lleno de gente que se babea con la mano dura –aunque esa mano tenga un pito entre los dedos.
Ahora por lo menos no se visten de negro. Me parece que perdieron mucho: no se puede creer en un justiciero vestido de bermellón, verde flúo, amarillo patito. De todos modos, los justicieros son sólo unos pocos. Supongo que la mayoría son esos señores que no saben bien por qué lo hicieron: les pasó. Una casualidad, un derrepente, les sucedió, salió. Y ahora, a veces, cuando se están poniendo los botines, les da un temblor extraño y se preguntan qué estoy haciendo acá. A ésos, prójimos próximos, mis saludos, mi más sentido pésame.
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