miércoles, 31 de octubre de 2012


Martín Gelabert Ballester, OP 
El que muere queda libre del pecado 



El amor cristiano elimina todas las fronteras. Está abierto a todos los seres humanos. Es un amor universal, sin límites y sin discriminaciones. Cierto, el cristiano no tiene la misma relación con aquellos que comparten su misma fe que con los que no la comparten. Los que comparten la fe se saben y se sienten más unidos, más cercanos unos de otros, puesto que tienen en común algo esencial, que les da la vida. Pero esta cercanía a los “de dentro” no nos cierra hacia los “de fuera”. En la carta a los colosenses (6,10) se dice algo muy equilibrado, que probablemente refleja el pensamiento mayoritario de la Iglesia primitiva: “mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe”. El “especialmente” no anula el “a todos”, más bien lo confirma y lo integra.



Esta universalidad del amor cristiano se manifiesta también en las plegarias por los difuntos. En cada Eucaristía la Iglesia ora “por nuestros hermanos que durmieron con la esperanza de la resurrección”, pero inmediatamente después completa la oración, pidiendo a Dios que admita a contemplar la luz de su rostro “a todos los difuntos”. La oración por los hermanos en la fe es importante, pero sin olvidar a todos los demás difuntos. Como la oración es el lenguaje de la esperanza, al pedir de este modo, la Iglesia manifiesta su esperanza de que llegará un día en que la “humanidad entera” entrará en el descanso de Dios (tal como dice uno de los prefacios de la liturgia eucarística).



En la carta a los romanos (6,7) hay una afirmación que resulta altamente consoladora: “el que muere ha quedado absuelto del pecado”. “El que muere”, sin adjetivos. El hecho mismo de morir hace que uno quede liberado del pecado. “Del pecado”, en singular, o sea, de la raíz de todo pecado, de lo que hace posible todos los pecados, de todo lo que nos separa de Dios. ¿Cómo puede ser posible? Porque el que muere se encuentra cara a cara con Cristo resucitado, se encuentra con el rostro amoroso, acogedor y misericordioso de Cristo, que comprende; y como comprende, perdona. Donde hay perdón, ya no hay pecado. Más aún: cuando uno se encuentra con Cristo, su vida y todo lo real le resulta completamente claro. No hay dudas, sabe bien lo que le conviene. Al darse cuenta de dónde está su verdadero bien, ya no quiere dejarlo nunca. Ya no es posible (porque no quiere) apartarse de Dios.

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