Subsidio
para la homilía del domingo:
un cuento
RECUERDO PARA UN
MEDIOCRE
(Juan Luis Gallardo, argentino)
La
vida se le iba yendo, como se seca un patio baldeado en pleno verano: sin que
uno lo advierta pero rápidamente, con imperceptible velocidad.
Todavía
no era decididamente viejo, aunque hacía mucho que dejara de ser joven. El
término otoñal, tan recurrido en casos como éste, resulta sin embargo casi
imprescindible para ilustrar respecto a la edad de nuestro hombre. Aunque,
curiosamente, su memoria a través de los siglos quedaría asociada con la
juventud.
Ni
buena ni mala, opaca, había sido su existencia. Confortable y apacible,
prevista y previsible. Sin penas grandes ni grandes exaltaciones. Sin gozo y
sin dolor. Sin angustia ni aventura. Triste.
Hombre
de posibles, jamás la estrechez golpeo su puerta. Pero esa cómoda situación
nunca le requirió lucha ni esfuerzo: apenas si, con alguna prudencia, se limitó
a conservar la hacienda heredada, a administrarla sin mayores aciertos y sin
yerros desmedidos. La extensión de sus tierras no aumentó pero tampoco mermó.
El número de sus majadas creció a resultas de la fecundidad de carneros y
ovejas, pero no en virtud del éxito de sus transacciones. Disminuyó en cambio
el caudal del vino producido por sus viñas, ya que las vides viejas se fueron
secando sin que otras nuevas ocuparan su lugar.
No
tenía hijos. Y si no se había procurado descendencia en las esclavas de su
mujer quizá fuera por mero desgano. En todo caso, ello no se debía al
excluyente amor que pudiera ligarlo a su esposa, con la cual se casara por
conveniencia, arrastrando una relación fundada en cierta rutinaria armonización
de egoísmos complementarios.
Leves
achaques comprometían su salud discreta: cristalitos reumáticos punzaban a
veces sus coyunturas; largos insomnios prolongaban las horas de sus noches;
esporádicas inapetencias o sobresaltos digestivos perturbaban su vecindad con
la mesa, siempre bien provista; el resuello se le alteraba de cuando en vez.
Como
corolario inevitable de esa vida opaca, el hombre se aburría sin remedio. La
lenta melaza del tedio envolvía sus días. El sopor del hastío resaltaba brillo
a sus mañanas y atenuaba el fulgor de sus ocasos. Sin pasado y ya sin futuro,
sin ilusiones y sin ambiciones, sin amor y sin odio, dejaba transcurrir la vida
sin ganas de vivir pero con miedo de morir.
Sólo
un recuerdo tornaba, repetido, a su memoria. El recuerdo de unos ojos y de unas
palabras que, indelebles quedaran grabadas en su mente. Esos ojos y esas
palabras lo habían acompañado desde su juventud, como una invitación al amor y
a la aventura. Como una invitación al amor y a la aventura que El Joven Rico
rechazó porque tenía muchos bienes.
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