jueves, 11 de octubre de 2012


Pbro. Lucas trucco

Domingo XXVIII durante el año –ciclo B-

Cuentan de un hombre, que era tan pobre, que sólo tenía dinero. Tremenda situación, pues si perdía su único bien se quedaba sin nada. La crisis mundial que padecemos nos refresca esta sencilla verdad. De repente nos hemos dado cuenta de lo pobres que somos si fiamos toda nuestra esperanza, todos nuestros valores, a la volátil economía. La dimensión económica de esta crisis es como la envoltura de otra más profunda, que afecta a nuestra escala de valores, al sentido de nuestra existencia. Pero esta, como todas las crisis, es una ocasión para revisarnos en profundidad y poner en cuestión nuestro modo de vida. “Salir de la crisis” no puede significar sólo estabilizar la economía, sino también y, sobre todo, rehacer nuestra escala de valores. Hay valores necesarios, que nos ayudan a sobrevivir: los medios de subsistencia; y hay valores esenciales que nos permiten vivir en sentido pleno, que nos salvan. Pese al desconcierto existente sobre los verdaderos valores, y la extendida idea de que todos ellos son relativos, en realidad, descubrir esa escala de valores no es tan difícil, aunque haya obstáculos que nos cieguen. De esto habla hoy el evangelio. La pregunta es ¿en qué consiste la verdadera riqueza? ¿Qué bienes hacen que nuestra vida no se malogre? ¿Qué hemos de hacer para heredar la vida eterna? El joven rico es, ante todo, un joven, alguien que tiene toda la vida por delante y anda buscando su vocación, es decir, una vida con sentido, capaz de saciar el deseo de plenitud. Su pregunta es esencial, pues todos sabemos que nuestra vida se puede malograr. Y ha elegido bien al interlocutor: un Maestro y un maestro bueno, alguien que sabe, pero que además inspira confianza e irradia bondad. La verdad que procede de Dios no es un sistema abstracto de ideas, ni un conjunto de obligaciones desnudas, sino una verdad amable, cordial y amiga. Es una verdad encarnada en la persona de Jesús y, por eso mismo, una verdad con la que se puede dialogar, plantearle dudas y preguntas, buscar orientación y sentido. Gracias a la encarnación del Logos de Dios en la humanidad de Jesús, las respuestas que podemos obtener en diálogo con él no son respuestas estandarizadas, producidas a gran escala para la masa anónima, sino que tienen el sello personal del que responde (Jesús) pero también del que pregunta (el joven del evangelio, cada uno de nosotros). Y así ha de ser también el magisterio del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, que tiene que tratar de ser siempre una maestra buena que anuncia la verdad que ha recibido de Dios; al mismo tiempo, a partir del común depósito de fe, ha de traducir esa verdad a las múltiples situaciones concretas y variadas en las que seres humanos de carne y hueso le plantean sus preguntas vitales. Y la bondad de ese magisterio debe reflejarse en el rostro humano y amable de quienes transmiten la buena noticia del Evangelio: los evangelizadores, sacerdotes, religiosos, catequistas, seglares, todos y cada uno de los creyentes deberíamos tratar de ser el rostro bondadoso que traduce la verdad que salva. Ello, como muestra el evangelio de hoy, no está reñido con el carácter exigente de esa verdad. Por mucho que se insista en la relatividad de la verdad y de los valores, al final están las verdades del barquero a las que se aferran todos, incluyendo al más cínico y al más escéptico. Podremos discutir en teoría todas las normas, pero nadie quiere que le maten, ni siquiera que le peguen, ni que le pongan los cuernos, que le roben, le difamen o que le mienten a sus padres… Y en ese “no querer” se esconde el deseo de ser respetado, reconocido amado… Ahí, en esos mecanismos tan sencillos, se revelan verdades elementales sobre las que se levanta el edificio de la vida humana y de las relaciones sociales. Y lo que no queremos para nosotros no debemos hacérselo a los demás (cf. Tb 4, 15; Mt 7, 12). La insistencia del joven rico expresa ese deseo de “algo más”, de no limitarse a un cumplimiento de mínimos. Si ese nivel ya lo ha cumplido “desde niño”, parece que el joven quiere avanzar hacia una vida de grandes ideales, no quiere quedarse en una permanente infancia o adolescencia moral y religiosa, sino que quiere alcanzar la madurez. Los medios materiales son necesarios, pero se gastan, lo queramos o no. Ahora bien, podemos gastarlos sólo en nosotros mismos, de modo egoísta; o podemos gastarlos también en los demás, con generosidad, que es, además, una forma superior y perfecta de justicia. Hablando de la crisis y de rehacer nuestra escala de valores Jesús nos da una indicación valiosísima. Para salir de la crisis económica, y de esa otra que nos corroe el alma y nos seca el corazón, tenemos que mirar a los pobres, a los que carecen de lo más elemental, y compartir con ellos nuestras riquezas. Realmente, esta es la cosa “que nos falta”, no más bienes materiales, sino mayor generosidad, la capacidad de mirar más allá de lo nuestro y de los nuestros, para descubrir que en la perspectiva de la paternidad de Dios, fuente y origen de toda bondad, todos los seres humanos son “nuestros” y, por ello, “honrar padre y madre” (y al resto de nuestros familiares) significa extender nuestra mirada superando todo límite, para descubrir en cada ser humano a un hermano nuestro. La crisis de nuestro tiempo es en la Iglesia también crisis de vocaciones sacerdotales y religiosas. Tal vez haya que entender esta crisis, a la luz del evangelio de hoy, como una crisis de generosidad entre los cristianos. A lo mejor, si rehiciéramos el orden de prioridades y la jerarquía de bienes en nuestro corazón (el “ordo amoris” de San Agustín) sería posible superar también esta otra crisis.


Todos sentimos de un modo u otro el vértigo de la entrega total. Parece que renunciar en todo o en parte al bienestar material significa perderse a sí mismo. A eso suena el espanto de los discípulos ante la advertencia de Jesús por el peligro de las riquezas. Pero, como dice Jesús, la salvación definitiva es cosa de Dios. Sólo Él la garantiza y la ofrece gratuitamente, si estamos dispuestos a escucharle. Puede parecer que lo que nos exige es mucho, demasiado. Pero, si lo pensamos bien, en realidad no es tanto.[1]



[1] Tomado de la pág. Web “Ciudad Redonda”

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