jueves, 25 de octubre de 2012


col hilari

Cuando el 11 de octubre de 1962, hace 50 años, Juan XXIII inauguró el Concilio Ecuménico Vaticano II, entre los casi 3.000 obispos allí congregados eran muy pocos los que compartían su proyecto renovador. Más de uno pensaba que, ya que el Vaticano I había definido en 1870 la infalibilidad pontificia, no tenía sentido un concilio: que hablara el Papa, y a obedecer.
Después de anunciar su decisión, Juan XXIII hizo que Secretaría de Estado formulara una consulta a los obispos de todo el mundo, preguntando, no si convenía celebrar un concilio, pues esto ya lo había decidido, sino qué temas debería tratar. La respuesta del episcopado mundial fue decepcionante. Bastantes no se dignaron contestar y los que lo hicieron apuntaban temas triviales. Los obispos españoles pedían sobre todo una condena solemne del comunismo y la intensificación del culto y la devoción a la Virgen María. Una avis rara fue el vasco Pildain, obispo de Canarias, que pidió que se condenara "el nacionalismo idolátrico de las grandes naciones, que conculca criminalmente los derechos naturales de las pequeñas nacionalidades y regiones", y el comunismo, pero también el mammonismo, o sea el capitalismo que "niega lo que es debido a los obreros y a los pobres para buscar solo el éxito económico".
Döpfner escribió a Montini (ambos estaban plenamente en la línea de Juan XXIII) preguntándole con cuántos italianos podrían contar. Montini le contestó que solo con 30, entre 344 prelados italianos. Los españoles renovadores eran exactamente 15. Explicó el cardenal Jubany que en una intervención a favor de la colegialidad dijo que hablaba en nombre de 15 obispos españoles. En el autocar de regreso al Colegio Español, donde residían casi todos ellos, uno de los capitostes dijo airado: "¡Ya quisiera yo saber los nombres de esos 15 traidores!".
Muy pronto se perfilaron entre los padres conciliares dos tendencias opuestas. Al principio los periodistas hablaban de la "mayoría" refiriéndose a los conservadores y de "minoría" para aludir a los renovadores. Pero en muy poco tiempo, apenas unas pocas semanas, la proporción se invirtió y la mayoría pasó a designar a los renovadores, y la minoría a los inmovilistas, y esa segunda terminología se mantuvo hasta el fin del concilio. ¿Cómo se produjo esta inversión?
El entorno de la curia boicoteó desde el principio el concilio. L'Osservatore Romano del día siguiente del anuncio ocultó la noticia eclesiástica del siglo, que había pasado a la primera página de la prensa mundial. El diario oficioso vaticano solo daba en un recuadro la nota de Secretaría de Estado que anunciaba las tres decisiones del Papa: un sínodo diocesano de Roma, el concilio ecuménico y la reforma del código de derecho canónico, pero sin ningún titular. Alguien de muy arriba debió estimar que aquello era una locura del anciano Papa, imposible de realizar, y que cuanto menos se hablara de ello, mejor.
En el periodo preparatorio, las comisiones creadas eran como un desdoblamiento de las congregaciones romanas, y los esquemas que prepararon para ser sometidos a la asamblea conciliar reiteraban la doctrina y la disciplina tradicionales. Iniciado el concilio, los obispos conservadores contaron con el soporte de la curia y particularmente de monseñor Pericle Felici, secretario general del concilio, que en la asignación de turnos de palabra favorecía a los inmovilistas, de modo que parecía que eran muchos más, hasta que una votación dejaba claro que eran una pequeña minoría.
Pero Juan XXIII, nadando contra la corriente vaticana, con sus incesantes alocuciones mantenía vivo entre los obispos renovadores y en todo el pueblo de Dios el entusiasmo por el proyecto renovador y pedía oraciones para su buen éxito. Así fue como se produjo la inversión de mayoría y minoría. Esto es para mí un milagro, el gran milagro del Papa Juan XXIII.
Papa Juan, Papa bueno: mira cómo está nuestro episcopado. Después de que te fuiste, nos lo cambiaron de nuevo, pero a lo Pío XII. Ya sé que es difícil, pero ¿no podrías repetir tu gran milagro?
Hilari Raguer
historiador y monje de Montserrat

RECORDANDO EL CONCILIO VATICANO II

Cincuenta años después, la doctrina que fue consensuada ha sido preterida o sustituida por otra de signo contrario
El próximo 11 de octubre se cumplirán cincuenta años de la inauguración del Concilio Ecuménico Vaticano II, y me sorprende gratamente el gran número de artículos, conferencias y hasta cursos universitarios, con sus correspondientes mesas redondas y coloquios, que se dedican a recordar aquel acontecimiento. En todas estas ocasiones se comprueba que el tema del Concilio interesa tanto a los mayores como a los jóvenes.
A los mayores nos hace revivir el entusiasmo con que, no solo los católicos sino el mundo entero, recibimos el anuncio del evento y seguimos con gran esperanza su desarrollo. A las nuevas generaciones les cae bien la persona del buen Papa Juan y vibran con su profunda vivencia evangélica, su proyecto renovador y su optimismo ante la historia. Pero viejos y jóvenes nos preguntamos qué se hizo del Concilio. Recientemente, de camino a la Universitat Catalana d'Estiu de Prada de Conflent, para hablar precisamente del Vaticano II, tuve que atravesar la vasta zona del Alt Empordà asolada por los incendios, y me preguntaba si de aquel gran fuego del Espíritu Santo, el nuevo Pentecostés que profetizó Juan XXIII, también quedan ya solo cenizas.
Han transcurrido ya más de diez años desde que apareció la monumental Historia del Concilio Vaticano II dirigida por Giuseppe Alberigo y realizada por un equipo internacional en el que tuve el honor de participar, pero sigue siendo insustituible para un cabal conocimiento de aquel trascendental acontecimiento. Y subrayo lo de acontecimiento porque la primera característica de esta historia es que considera el estudio del acontecimiento conciliar tanto o más importante que la exégesis de los documentos finalmente aprobados.
Por el deseo de Pablo VI de alcanzar la mayor unanimidad posible y evitar una fractura en la Iglesia, los documentos conciliares fueron a menudo el resultado de un compromiso entre las dos tendencias presentes en la asamblea, la mayoría renovadora y la minoría conservadora. Escribía Alberigo en la introducción al primer volumen de su Historia: "Quedarse en una visión del Concilio como la suma de centenares de páginas de conclusiones — frecuentemente prolijas, a veces caducas— ha frenado hasta ahora la percepción de su significado más profundo de impulsó a la comunidad de los creyentes a aceptar la confrontación inquietante con la Palabra de Dios y con el misterio de la historia de los hombres".
Los documentos promulgados por el Vaticano II pueden ser y de hecho en parte han sido preteridos, derogados o reemplazados por otras disposiciones de signo contrario. Piénsese, a modo de ejemplo, en la castración que ha sufrido el Sínodo de Obispos. Pablo VI lo creó para institucionalizar la corresponsabilidad episcopal que el Concilio había proclamado, pero con Juan Pablo VI les dicen a los obispos sinodales de qué tienen que tratar, les dan un documento de trabajo (instrumentum laboris) que ya prejuzga las respuestas, y encima las conclusiones del Sínodo se someten a revisión de la Curia. Y el nuevo Código de Derecho Canónico, que debería haber traducido a leyes la doctrina del Vaticano II, en muchos puntos la ha reinterpretado restrictivamente. En cambio la historia es de suyo irreformable: nadie puede hacer que el Vaticano II no haya acontecido, o que Roncalli no haya existido. A eso hemos de agarrarnos para no perder la esperanza de que se reavive el fuego en las cenizas del Vaticano II.
Hilari Raguer

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