¿Servicio o ambición?
Jesús Álvarez, ssp
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Jesús propone como modelo a un niño.
“Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía:«El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de su muerte, resucitará».Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, Jesús les preguntó:«¿De qué hablaban durante el camino?»Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, los llamó y les dijo:«El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos».Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:«El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no me recibe a mí, sino a Aquél que me ha enviado»”. (Mc. 9,30-37)
Nuestro Señor repite a sus discípulos el anuncio de su pasión y de su resurrección. Y mientras Él anuncia sufrimientos --con la certeza de que van a ser coronados por la resurrección--, ellos se debaten en una vergonzosa contienda por los primeros puestos en el soñado reino terreno del Mesías.
La cruz --todo sufrimiento, enfermedad, desgracia, agonía y muerte asociados a la cruz de Cristo--, es el único pase valedero para la resurrección y la gloria eterna, y la única manera de triunfar sobre el dolor y la muerte, a imitación suya y con su ayuda personal. Solo esta esperanza hace llevaderas nuestras cruces --pequeñas y grandes-- de cada día, de toda la vida y de la misma muerte.
Sigue siendo arduo llevar la cruz detrás de Cristo para llegar con él a la resurrección y a la gloria eterna, pues la tendencia a la ambición, al poder, y al disfrute está arraigada de tal manera en el hombre, que desearía pasar a la resurrección y a la gloria saltándose la cruz.
Con esa actitud se corre el grave riesgo de adoptar una religión a propio gusto, de apariencias y cumplimiento externo --¡fatal autoengaño!--, evadiendo el encuentro real y amoroso con Cristo crucificado y resucitado presente, el único que puede dar valor de salvación a nuestra vida, a nuestras cruces y alegrías, a nuestras obras y relaciones, e incluso a nuestra muerte.
La cruz del servicio a Dios y al prójimo, asociada a la de Jesús, se convierte en cruz pascual, porque Cristo resucitado nos la alivia al cargarla con nosotros, camino del Calvario, hacia la resurrección y la gloria. “Los sufrimientos de este mundo no tienen comparación con el peso de gloria que nos espera”, dice san Pablo.
Sin embargo, quizás nos evadimos una y mil veces del servicio generoso y de la renuncia, lo que nos hace "enemigos de la cruz de Cristo", como si la cruz fuera causa de infelicidad, y no causa de resurrección y felicidad eterna, como lo fue para Jesús.
Pero es admirable ver cómo Jesús, ante las ambiciones y ceguera de los discípulos, no se pone a reprenderlos con enojo, sino que se sienta y los instruye de nuevo con infinita paciencia, esperando que al fin entiendan de una vez por todas. ¡Buen ejemplo de paciencia para pastores, catequistas y padres!
A los discípulos de entonces y de hoy, Jesús propone como modelo a un niño.
Los niños no tienen pretensiones de dominio y grandeza. Están abiertos a todos, sin malicia ni ambición; son sencillos, pacíficos, felices. No se imponen. Viven y sufren al estilo de Cristo: como mansos corderitos. Pero ¡ay de quienes los hacen sufrir! Dios saldrá en defensa de ellos frente a sus verdugos, a quienes devolverá con creces los sufrimientos causados.
Lo que hace grandes y nos merece los primeros puestos en el reino de Jesús, no es dominar y ser ricos, sino servir a los más pequeños, a los que sufren, a los pobres y marginados que no pueden pagar el servicio.
Porque todo lo que se hace con ellos, con Cristo mismo se hace, quien pagará con creces el amor servicial: “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de mi Padre a poseer el reino preparado para ustedes”.
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