Pbro. Diego Fenoglio
Reflexiones sobre el Evangelio del domingo
“…hace el bien…”
El profeta Isaías es el profeta de la
consolación. El pueblo en medio del dolor que ha generado el destierro,
necesita de una voz de aliento y esperanza, por eso el profeta los invita a tener
valor a que «no tengan miedo», es necesario confiar en Dios pues él va a salvar
a su pueblo de la esclavitud. Se puede descubrir la
fuerza de Dios, que busca reanimar a los abatidos y transformar la tierra
devastada. El profeta anuncia tantos bienes que parece la llegada de los
tiempos mesiánicos.
La
carta de Santiago es un reclamo
fuerte a la fraternidad. El que hace distinción de personas en la asamblea, es
decir, en la celebración litúrgica, no puede ser cristiano. Santiago en su
carta nos habla de diferencias y desigualdades en el interior de la misma
comunidad, paradójicamente donde se tendría que construir otro modelo que
prefigure la relación que los seres humanos deben construir en la vida social. Los pobres, en la asamblea, deben tener la misma dignidad, porque en ella
son elevados a la dignidad que el mundo no quiere otorgarles, pero la comunidad
cristiana no puede caer en el mismo favoritismo por los ricos. En una palabra: la fraternidad, como fruto del mandamiento del amor,
empieza en la misma celebración litúrgica y se debe hacer realidad en las
relaciones sociales de los miembros de la comunidad.
El
evangelio de hoy nos dice que los
paganos también fueron destinatarios del anuncio del Reino de Dios por parte de
Jesús. Es una de las poquísimas veces que vemos a Jesús fuera de su país; si
creemos a los evangelios, Jesús, prácticamente, no viajó al extranjero. Es
importante señalar que en aquel entonces, ir al «extranjero» es también ir al
«mundo de los paganos»... no como hoy.
Esta actitud de
cercanía con un ser humano sufriente, que había perdido, o tal vez nunca había
tenido la posibilidad de comunicarse o escuchar a los demás, debió resultar
sorprendente para los que acompañaban al Señor en su recorrido por territorios
extranjeros. No estaba bien acercarse a un enfermo y mucho menos tocarlo. Sin
embargo, el Señor no sólo se acerca, sino que le mete los dedos en los oídos y
le toca la lengua con saliva, de manera que “los oídos del sordo se abrieron, y
se le desató la lengua y pudo hablar bien”. Este hombre vivió, seguramente, el
momento más importante de su vida. Se sintió atendido, respetado y acogido en
su limitación.
En
efecto. Vemos cómo Jesús no está entre
los gentiles o paganos con una actitud «apostólica», no lo vemos preocupado por
catequizarles. Tampoco parece preocupado por hacer entre ellos proselitismo
religioso: no trata de convertir a nadie a su religión, a la fe israelítica en
el Dios de Abraham. Y tampoco vemos que Jesús aproveche su paso para «impartir
la doctrina». Más aún: observemos que ni siquiera predica, no da discursos
religiosos. Más bien, simplemente «cura». Es decir: no teoría, sino práctica.
Hechos, no dichos.
Jesús
no trataba de convertir a nadie a una nueva religión, sino de convertir a todos
al Reino, dejando a cada uno en la religión en la que estaba. La conversión
importante no es hacia una (u otra) religión, sino hacia el Reino, sea cual sea
la religión en la que se dé. La misión del misionero cristiano se inspira en
Jesús. El misionero -todos nosotros, en determinadas circunstancias- no debe
buscar la conversión de los «gentiles» a la Iglesia, como su primer objetivo,
sino su conversión al Reino (sea cual sea el nombre con el que el “otro” lo
llame) Y esa conversión, no es de diálogo teórico, ni de predicación doctrinal
solo... sino de «diálogo de vida» y de construcción del Reino.
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