jueves, 20 de septiembre de 2012


Pbro. Diego Fenoglio
“Si alguno quiere ser el primero, 
deberá ser el último de todos"


Esta vez es el apóstol Santiago, testigo de las dificultades de las primeras comunidades cristianas para vivir según las exigencias del amor predicado por Jesús, quien advierte a sus fieles: “Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males”. Diariamente asistimos a los conflictos que se producen en el ámbito familiar y social como efecto de la envidia, de la ambición, del rencor, del odio y demás rivalidades humanas. Se repite una y otra vez que es necesario luchar contra la violencia de todo género, y lamentablemente nuestra sociedad se caracteriza por un sinfín de clases de violencia.


Acoger en nombre de Jesús a alguien como un niño es aceptar a los que no tienen poder, ni defensa, ni derechos; es saber oír a los que no tienen voz; son los pobres y despreciados de este mundo. La tarea, como muy bien se pone de manifiesto en la praxis cristiana que Marcos quiere trasmitir a su comunidad, no está en sopesar si los que se acogen son inocentes o no, sino que debemos mirar a la vulnerabilidad. Quizás los pequeños, los niños, los pobres, los enfermos contagiosos, no son inocentes. Tampoco los niños lo son. Es el misterio de la vulnerabilidad humana lo que Jesús propone a los suyos. Pero los “suyos” –en este caso los Doce-, discutían por el camino quién sería el segundo de Jesús en su ”mesianidad” mal interpretada. Esta es una enseñanza para el cristianismo de hoy que se debe plasmar en la Iglesia. La opción por los “vulnerables” (¡los pobres!) es la verdadera moral evangélica.


Ayudar con sencillez a los demás, entender la vida como una ayuda y servicio a los necesitados, éste será en adelante el distintivo único e imprescindible de quienes pretendan considerarse verdaderos discípulos de Cristo.

Esopo, el conocido fabulista griego, cuenta que “una Caña y un Olivo disputaban sobre sus respectivas fuerzas, y éste con socarronería le dijo a la otra: –«Hablas de resistir y de poder, cuando el más débil soplo de viento te bambolea y humilla. Aprende de mí, que ni aun muevo mis ramas cuando tu te doblegas.»– La mísera Caña calló a estas razones, y se armó de paciencia hasta que viniese el huracán más próximo. En efecto, llegado aquel, la Caña se dobló como antes, mientras el Olivo cayó tronchado en tierra. –«¿Qué es lo mejor ahora, replicó la ofendida levantándose, ceder o resistir?».


Nuestros criterios están en contradicción con los criterios de Jesús y no nos inquieta ni poquito seguir funcionando en una sociedad, en una familia y en una Iglesia en la que ser el primero no es hacerse servidor y último. Ni siquiera se nos ocurre que esto puede tener aplicaciones prácticas en nuestras relaciones cotidianas. Seguimos apegados a las estructuras de poder y de mando que vino a renovar el Señor con su palabra y, sobre todo, con su ejemplo de vida. Por eso, “puso un niño en medio de ellos, y tomándolo en brazos les dijo: –El que recibe en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, no solamente a mí me recibe, sino también a aquel que me envió”.

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