Si a alguien le ocurre, cosa improbable pero no imposible, que encuentra en su entorno inmediato un huevo de avestruz, mi recomendación es que se deshaga de él cuanto antes, bien espachurrándolo, bien confiándoselo a alguna asociación protectora de avestruces. De lo contrario y, como lo vaya dejando crecer engañado por su apariencia inofensiva, quedará expuesto a que le complique la vida un animal bastante enorme al que tendrá que dar alojamiento en su casa, su sacristía, su jardín o el gimnasio de su colegio.
Digo esto a propósito del tema terrible de los abusos porque me inclino a pensar que, más allá de su componente de desviación sexual, esconden el elemento siniestro de un poder ejercido con violencia sobre alguien más débil.
Pero así como ante las cuestiones de sexo lo eclesialmente correcto suele ser rasgarse las vestiduras y utilizar calificativos como "nefando", "infame" o "abyecto", no ocurre lo mismo con el tema del poder, que fácilmente se disfraza o disculpa, cuando no se justifica, promueve y sacraliza.
Que nadie invoque prebenda, nombramiento, grado, investidura, prerrogativa, o jurisdicción para ejercerlo con arrogancia sobre cualquier miembro de la comunidad cristiana, porque no podrá nunca apoyarse en un Evangelio que señala con claridad meridiana cuál es el lugar del que preside: con el manto arremangado, la jofaina en la mano y a los pies de sus hermanos.
Ay de nosotros si, en vez de vivirlo así, utilizamos cualquier poder del que dispongamos para someter o intimidar a quienes consideramos por debajo de nosotros: quizá estemos incubando secretamente el huevo de donde puede emerger más tarde un gigantesco e incontrolable avestruz.
Dolores Aleixandre
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