domingo, 30 de septiembre de 2012


Pbro Lucas Trucco
Domingo XXVI durante el año –ciclo B-[1]

Algunos de los discípulos ahora pretenden que el grupo tenga la exclusiva de Jesús y el monopolio de su acción liberadora.
Vienen preocupados. Un exorcista, no integrado en el grupo, está echando demonios en nombre de Jesús. Los discípulos no se alegran de que la gente quede curada y pueda iniciar una vida más humana. Solo piensan en el prestigio de su propio grupo. Por eso, han tratado de cortar de raíz su actuación. Esta es su única razón: “no es de los nuestros”.
Los discípulos dan por supuesto que, para actuar en nombre de Jesús y con su fuerza curadora, es necesario ser miembro de su grupo. Nadie puede apelar a Jesús y trabajar por un mundo más humano, sin formar parte de la Iglesia. ¿Es realmente así? ¿Qué piensa Jesús?
Sus primeras palabras son rotundas: “No se lo impidan”. El Nombre de Jesús y su fuerza humanizadora son más importantes que el pequeño grupo de sus discípulos. Es bueno que la salvación que trae Jesús se extienda más allá de la Iglesia establecida y ayude a las gentes a vivir de manera más humana. Nadie ha de verla como una competencia desleal.
Así pues, la confesión del nombre de Jesús como el Mesías y el Salvador del mundo en el altar de la Cruz produce un anuncio que no es una conquista, una campaña para hacer prosélitos para el propio partido, esto es, para la propia parcialidad, sino una proclamación de que el bien y la verdad y la belleza, y todo lo que de positivo hay en el mundo, tienen una raíz (un Creador) y también una meta (un Salvador) que ha venido a visitarnos y con el que podemos encontrarnos. Es un anuncio que no violenta ni impone su verdad, sino que la propone desde el respeto a la libertad de cada uno y desde el reconocimiento de la bondad presente en cada ser humano, en cada pueblo y cultura. Sólo desde esa positividad se pueden y deben denunciar las formas de maldad presentes también en el mundo, y que impiden una plenitud, que ahora es posible precisamente porque la fuente del bien y la verdad se ha encarnado y hecho cercano en Jesucristo. Este espíritu de apertura y diálogo, que no impone sino que propone, ve en los otros no sólo “destinatarios” de la misión, sino sobre todo “interlocutores” con los que Dios, por medio de Jesús y de sus discípulos, quiere iniciar un diálogo. Porque sólo de forma dialogal puede entenderse la revelación de un Dios que se nos ha manifestado como Palabra que interpela nuestra libertad y nos llama a una respuesta libre.
El contraste puede sorprendernos, pero no debe hacerlo, pues la pertenencia radical a Cristo nos debe llevar a romper con toda forma de mal, aunque ello nos parezca a veces, desde la lógica de este mundo, una pérdida dolorosa. Así es como deben entenderse las llamadas a perder un ojo, una mano o un pie. Porque la confesión de Jesús como el Cristo es la experiencia positiva del Bien que nos viene al encuentro con rostro humano y que quiere alcanzar a todos (apertura dialogal y universal), precisamente por eso hay que ser intransigente con el mal, que es un espíritu de cerrazón y de exclusión. El que está dispuesto a dar la vida por el Bien y la Justicia, por la fe en Jesucristo y en Dios Padre, ese tiene que renunciar (a veces con dolor) a falsas promesas de vida y felicidad que se alcanzan a costa del bien de los demás (el escándalo de los pequeños y la explotación de los pobres que denuncia Santiago), y, en realidad, a costa del propio y verdadero bien: el Reino de Dios en el que merece la pena entrar tuerto o manco o cojo.
En la sociedad moderna hay muchos hombres y mujeres que trabajan por un mundo más justo y humano sin pertenecer a la Iglesia. Algunos ni son creyentes, pero están abriendo caminos al reino de Dios y su justicia. Son de los nuestros. Hemos de alegrarnos en vez de mirarlos con resentimiento. Los hemos de apoyar en vez de descalificar.


[1] La siguiente reflexión fue tomada en partes de las págs. web “odres nuevos” y “ciudad redonda”

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