Pbro Lucas Trucco
Domingo XXVI
durante el año –ciclo B-[1]
Algunos de
los discípulos ahora pretenden que el grupo tenga la exclusiva de Jesús y el
monopolio de su acción liberadora.
Vienen
preocupados. Un exorcista, no integrado en el grupo, está echando demonios en
nombre de Jesús. Los discípulos no se alegran de que la gente quede curada y
pueda iniciar una vida más humana. Solo piensan en el prestigio de su propio
grupo. Por eso, han tratado de cortar de raíz su actuación. Esta es su única
razón: “no es de los nuestros”.
Los
discípulos dan por supuesto que, para actuar en nombre de Jesús y con su fuerza
curadora, es necesario ser miembro de su grupo. Nadie puede apelar a Jesús y
trabajar por un mundo más humano, sin formar parte de la Iglesia. ¿Es realmente
así? ¿Qué piensa Jesús?
Sus primeras
palabras son rotundas: “No se lo impidan”. El Nombre de Jesús y su
fuerza humanizadora son más importantes que el pequeño grupo de sus discípulos.
Es bueno que la salvación que trae Jesús se extienda más allá de la Iglesia
establecida y ayude a las gentes a vivir de manera más humana. Nadie ha de
verla como una competencia desleal.
Así pues, la
confesión del nombre de Jesús como el Mesías y el Salvador del mundo en el
altar de la Cruz produce un anuncio que no es una conquista, una campaña para
hacer prosélitos para el propio partido, esto es, para la propia parcialidad,
sino una proclamación de que el bien y la verdad y la belleza, y todo lo que de
positivo hay en el mundo, tienen una raíz (un Creador) y también una meta (un
Salvador) que ha venido a visitarnos y con el que podemos encontrarnos. Es
un anuncio que no violenta ni impone su verdad, sino que la propone desde el
respeto a la libertad de cada uno y desde el reconocimiento de la bondad
presente en cada ser humano, en cada pueblo y cultura. Sólo desde esa
positividad se pueden y deben denunciar las formas de maldad presentes también
en el mundo, y que impiden una plenitud, que ahora es posible precisamente
porque la fuente del bien y la verdad se ha encarnado y hecho cercano en Jesucristo.
Este espíritu de apertura y diálogo, que
no impone sino que propone, ve en los otros no sólo “destinatarios” de la
misión, sino sobre todo “interlocutores” con los que Dios, por medio de Jesús y
de sus discípulos, quiere iniciar un diálogo. Porque sólo de forma dialogal
puede entenderse la revelación de un Dios que se nos ha manifestado como
Palabra que interpela nuestra libertad y nos llama a una respuesta libre.
El contraste
puede sorprendernos, pero no debe hacerlo, pues la pertenencia radical a Cristo
nos debe llevar a romper con toda forma de mal, aunque ello nos parezca a
veces, desde la lógica de este mundo, una pérdida dolorosa. Así es como deben
entenderse las llamadas a perder un ojo, una mano o un pie. Porque la confesión
de Jesús como el Cristo es la experiencia positiva del Bien que nos viene al
encuentro con rostro humano y que quiere alcanzar a todos (apertura dialogal y
universal), precisamente por eso hay que ser intransigente con el mal, que es
un espíritu de cerrazón y de exclusión. El que está dispuesto a dar la vida por
el Bien y la Justicia, por la fe en Jesucristo y en Dios Padre, ese tiene que
renunciar (a veces con dolor) a falsas promesas de vida y felicidad que se
alcanzan a costa del bien de los demás (el escándalo de los pequeños y la
explotación de los pobres que denuncia Santiago), y, en realidad, a costa del
propio y verdadero bien: el Reino de Dios en el que merece la pena entrar
tuerto o manco o cojo.
En la sociedad moderna hay muchos hombres y
mujeres que trabajan por un mundo más justo y humano sin pertenecer a la
Iglesia. Algunos ni son creyentes, pero están abriendo caminos al reino de Dios
y su justicia. Son de los nuestros. Hemos de alegrarnos en vez de mirarlos con
resentimiento. Los hemos de apoyar en vez de descalificar.
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