¡Yo, el Comodín, vencí a Batman!
Frei Betto
Me llamo James Holmes, pero pueden llamarme El Matador. Tengo 24 años. Soy el Caballero que Sale de las Tinieblas. Cuando menos se esperaba, el público atento a las aventuras de Batman vio irrumpir, en la oscuridad, la escena real de sangre y odio. Yo, El Matador, hago la diferencia.
Mi abuelo murió en la guerra del Vietnam. Era especialista en enterrar minas en los caminos a los arrozales por los que transitaban los campesinos. Mi tío afirma que, gracias a la habilidad de mi abuelo, más de 500 vietnamitas vieron sus cuerpos destrozados por minas. Y hay una foto, entre las cosas de mi padre, en la que se ven pedazos del cuerpo de un vietnamita volando por los aires.
Mi abuelo tuvo mala suerte. Al agacharse en una carretera para cavar el suelo y enterrar una mina, cayó en una trampa de varas de bambú. Un agujero de dos metros de altura. Su cuerpo fue rescatado por nuestros helicópteros. Mi tío le contó hasta 18 perforaciones. Mi abuelo mereció honras militares en su entierro en Denver.
Mi padre luchó en Iraq contra los terroristas de Saddam Hussein y Bin Laden. Tuvo la suerte de regresar vivo. Trajo a casa un verdadero arsenal de guerra, dando inicio a su espantosa colección de armas. Todas legales, como otros 242 millones que circulan por los Estados Unidos.
Desde niño aprendí que un verdadero yanqui no teme matar. Y sabe dar el tiro de gracia. En mi infancia me divertía con videojuegos bélicos. Llegué incluso a ganar el campeonato de eliminación sumaria de muñequitos virtuales, al derribar 42 en menos de un minuto.
Mi hermano está incorporado a nuestras tropas en Afganistán. Y yo quedé frustrado por no haber sido elegido. Intenté negociar con la Marina e ir en lugar de él. Sería un placer matar terroristas y sus cómplices talibanes.
Cuando le conté a mi profesor que pertenecía a una familia de guerreros, y que matar a una persona me daría más placer que el sexo, él me sugirió que hiciera una terapia. Pues incluso lo superé: fui a estudiar neurociencia para entender la mente humana. Buscar respuestas a preguntas que todavía hoy me inquietan. ¿Por qué hay quien se siente culpable por matar a una persona, mientras que los políticos, como el presidente Truman, que mandó lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, mueren con la conciencia tranquila?
Me llamo James, como James Bond, y me di licencia para matar. Me acusan de ser tímido, reservado, recluido, y hasta repulsivo. En realidad yo quise experimentar, en aquella noche del 20 de julio, la misma voluptuosidad de Charles Whitman, que en agosto de 1966 fusiló a 16 personas en la universidad de Texas; de James Hubert, que en 1984 mató a 21 en una comidería de California; de Pat Sherrill, que en 1986 exterminó a 14 en una agencia de correos de Oklahoma; de James Pough, que segó la vida a 9 funcionarios de la General Motors, en la Florida, en junio de 1990; de George Hernnard, que en una cafetería de Texas eliminó a 23 personas, en octubre de 1991; de John Muhammad y Lee Malvo, que con sus rifles abatieron a 10 en octubre del 2002, en Washington DC; de Cho Seung-Hui, que en abril del 2007 exterminó a 33 estudiantes y profesores en la universidad de Virginia Tech.
No soy un asesino. Asesinato es cuando se mata a uno, o a lo máximo a dos. Es matanza cuando se trata de media docena. Exterminio: una docena. Masacre: cientos. Guerra: miles.
Soy un exterminador del presente. Mi sueño es la guerra. Es legal, convierte a los matadores en héroes y mueve la industria. Éste es un genuino producto de exportación made in USA: la guerra. Protegida por las más solemnes convenciones.
Vivo en un país libre, en el que se pueden adquirir armas como quien compra pan en la esquina. No tuve la menor dificultad para obtener dos revólveres Glock calibre 40, una carabina Remington 870, un fusil Smith & Wesson AR-15, y además 16 mil balas, compradas por internet.
Las doce personas que exterminé en el cine Aurora todavía no fueron suficientes para saciar mi hambre de placer. Pero estoy cierto de una cosa: aquella noche desafié y vencí a Batman.
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