sábado, 4 de agosto de 2012


Pbro. Diego Fenoglio

Reflexiones sobre las lectura bíblicas del domingo

El miedo a la libertad


Dios, a través de Moisés y los profetas, procura bebida y alimento a su pueblo, pero los israelitas no acaban de confiar en Él. Cunde el desánimo ante las dificultades hasta el punto de que llegan a añorar la esclavitud en Egipto. La vida en Egipto no era libre, pero era segura. La libertad implica sacrificios y abre un horizonte de incertidumbres que pueden ocasionar miedo…Romper las cadenas externas es necesario, pero no suficiente, para ser libre. Cuándo somos dueños de nuestro destino tenemos que respondernos a una difícil pregunta: y ahora, ¿hacia dónde caminar?

En el desierto el Pueblo de Dios aprende a experimentar la condición de “pobre”, de “necesitado de todo” del auxilio de Dios. Esto le será útil para el crecimiento de su fe y de su esperanza en las ayudas milagrosas. En la península del Sinaí hay un arbusto llamado “tamarisco”. Produce una secreción dulce que gotea desde las hojas hasta el suelo. Por el frío de la noche se solidifica y hay que recogerla de madrugada antes de que el sol la derrita. ¿Sería esto lo que Dios le proporcionó a su pueblo, multiplicándolo claro está, de manera prodigiosa? Lo cierto es que los israelitas consideraron siempre la aparición de este alimento como una demostración de la intervención milagrosa a favor de su pueblo. Lo llamaron “maná”, porque los niños al comerlo preguntaban: “¿qué es esto?, “lo que en su idioma se dice: “Man-ah?”.

En alguna parte leí la historia de un joven que se quejaba siempre porque su mamá le daba más comida a sus hermanos y nunca estaba satisfecho con lo que le servían a él en el plato. La mamá trataba de ser muy justa en la repartición de las porciones pero, por alguna razón desconocida, el joven siempre encontraba alguna forma para lamentarse de que le sirvieran menos. Ya desesperada por esta queja constante, la señora decidió un día dejarle una doble ración de todo lo que les iba a ofrecer en la cena de ese día, de manera que el joven no tuviera forma de quejarse. Pero sucedió que el joven ese día llegó tarde a cenar y todos comieron antes de que él llegara. Al momento de recibir su ración doble, que le habían guardado en el horno, la expresión del muchacho por poco hace desmayar a la mamá: ¡Si esto me dieron a mí, cómo le habrán dado a los demás!, fue lo único que acertó a decir el joven insatisfecho...

Los seres humanos sufrimos de una especie de insatisfacción crónica. Vivimos aquejados por lo que algunos llaman el síndrome de las más verdes praderas; es decir, cuando salimos de paseo al campo, miramos a nuestro alrededor y nos parece que el sitio en el que estamos no cumple nuestras expectativas como para sentarnos a comer; en cambio, la ladera del frente se ve más despejada de palos y piedras, y el pasto parece de un verdor especial... de modo que caminamos hasta allá en busca del sueño prometido; pero cuando llegamos, volvemos la mirada atrás y nos parece que donde estábamos no había tanta piedra ni tanto palo como en el nuevo sitio y, entonces, volvemos sobre nuestros pasos o seguimos buscando otra pradera más alejada que se ve como mejor para nuestro propósito de sentarnos a almorzar... Lo cierto es que, cansados de tanto caminar, nos terminamos sentando en cualquier parte, convencidos, eso sí, de que estamos en el peor de los sitios que visitamos y que cualquiera de los anteriores estaría mejor que el que terminamos escogiendo por pura y llana necesidad de dejar, por fin, de dar vueltas alrededor de un sueño que no existe.

La felicidad no parece ser algo alcanzable en esta vida mortal; la realización plena como que no existe en este mundo de sinsabores permanentes; nos queda el consuelo de que vamos probando pequeñas muestras de esa felicidad tan esquiva y de esa realización tan inalcanzable a las que aspiramos desde lo más profundo de nuestro ser insaciable.

Así, el evangelio de hoy nos presenta a Jesús en la eucaristía como el nuevo maná: alimento para dar fuerza a nuestro cuerpo y sentido a nuestro caminar. Fuerza y sentido para superar el egoísmo y el miedo a la libertad que tantas veces nos encadenan y para caminar confiados a pesar de las dificultades…Jesús es fuente de equilibrio y de gozo, fuente de sosiego y de paz. Jesús es el lugar y fundamento de la donación de la vida que Dios hace al ser humano. En Jesucristo, Dios está por completo a favor del ser humano, de tal modo que en él se le abre su comunión vital, su salvación y su amor, y en tal grado que Dios quiere estar al lado del ser humano como quien se da y comunica sin reservas.

No puede haber eucaristía si no compartimos… si dejamos que el otro pase necesidad. Tampoco puede haber eucaristía si no tratamos de colocar a Jesús en el centro de nuestras vidas, si no lo convertimos en nuestro guía y modelo. Por eso, Juan insistirá: el lavatorio de los pies… Si nos olvidamos de abrir nuestra vida a Dios y al prójimo, nos pasará como a la gente que seguía a Jesús en el evangelio de hoy, que no veían “signos”, sino sólo comida.



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