miércoles, 15 de mayo de 2013


Si Jesús se va, 
salimos ganando 
 Martín Gelabert Ballester

Hay una palabra de Jesús dirigida a sus discípulos que hace pensar: “os conviene que yo me vaya” (Jn 16,7). Con la partida de Jesús se produce una ganancia. Esta palabra va acompañada de una reiterada advertencia: me voy, pero vosotros no debéis estar tristes. ¿Qué clase de extraña ganancia es esa que se produce con la partida de Jesús, por qué hay que estar alegres cuando nos deja, por qué nos conviene que se vaya? “Si no me voy, dice Jesús, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy os lo enviaré”. Así, pues, la pregunta revierte en el Paráclito: ¿qué estupendas cosas hace el Espíritu Santo que valgan un precio tan alto como el de la ausencia de Jesús?



La presencia de Jesús estaba limitada a un tiempo y a un espacio determinados. El Espíritu no está limitado ni por el tiempo ni por el lugar. Su presencia es universal y permanente. Pero, además, el Espíritu hace presente a Jesús. Con una presencia distinta de la terrena, más discreta, pero no menos real. Gracias al Espíritu, Jesús sigue estando con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Por otra parte, el Espíritu nos hace adultos, mayores de edad. Nos obliga a asumir nuestras responsabilidades. Ya no podemos acudir al Maestro para que nos ofrezca soluciones hechas. Debemos buscarlas nosotros, siguiendo los impulsos del Espíritu y recordando los ejemplos del Maestro, pero bien conscientes de que nuestros tiempos son distintos. Debemos enfrentarnos a nuevos problemas, de los que solo nosotros somos responsables, y solo nosotros, con nuevas respuestas, podemos resolver.



Finalmente, el Espíritu cambia nuestra mentalidad, sana nuestro corazón y renueva nuestra vida. Gracias al Espíritu, pensamos con la mente de Cristo, amamos con un corazón como el de Jesús y cumplimos la voluntad de Dios. El Espíritu produce en nosotros como una segunda naturaleza (un “nuevo nacimiento”) por el que pensamos, amamos y obramos de un modo nuevo, distinto, equivalente en nuestras vidas al modo de pensar, amar y obrar de la divinidad: los que se dejan guiar por el Espíritu, esos son hijos de Dios. Guiar sí, porque nosotros somos responsables de lo que hacemos. El Espíritu no nos apabulla, no suplanta nuestra personalidad, la renueva, la sana y la purifica. Yo ya no pienso que robar es algo bueno; pienso que es malo y, por eso, porque es malo, no hay circunstancia que me mueva a robar; yo ya no amo egoístamente, mi corazón está abierto a lo universal, sin exclusiones ni discriminaciones; ya no actúo buscando mi propio interés, sino el interés de los demás.

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