Pbro. Diego Fenoglio
Domingo
de Pentecostés – Ciclo C 2013
“Reciban el Espíritu Santo”
La celebración de hoy es un
excelente momento para preguntarnos por nuestra fe. Para preguntarnos por
aquello en que hemos puesto nuestra confianza. ¿Dónde están nuestras
seguridades? El resucitado sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Reciban el
Espíritu Santo”. La pregunta que tenemos que hacernos hoy es si creemos,
efectivamente, que hemos recibido el Espíritu Santo en nuestro bautismo. No
deberíamos esperar hasta el último para vivir una fe que sea capaz de soltarse
de todo para dejarse llevar por Dios.
Lucas utiliza en primer lugar el
símbolo del viento para hablar del don del Espíritu: “De repente vino del cielo
un ruido, semejante a una ráfaga de viento impetuoso y llenó la casa donde se
encontraban” (Hch 2,2). Aunque los discípulos estaban a la espera del
cumplimiento de la promesa del Señor resucitado, el evento ocurre “de repente”
y, por tanto, en forma imprevisible. Es una forma de decir que se trata de una
manifestación divina, ya que el actuar de Dios no puede ser calculado ni
previsto por el ser humano. El ruido llega “del cielo”, es decir, del lugar de
la trascendencia, desde Dios. Su origen es divino. Y es como el rumor de una
ráfaga de viento impetuoso. El evangelista quería describir el descenso del
Espíritu Santo como poder, como potencia y dinamismo y, por tanto, el viento
era un elemento cósmico adecuado para expresarlo. También se sirve luego de
otro elemento cósmico que era utilizado frecuentemente para describir las
manifestaciones divinas en el Antiguo Testamento: el fuego, que es símbolo de
Dios como fuerza irresistible y trascendente.
El Espíritu es la misma vida de
Dios. En la Biblia es sinónimo de vitalidad, de dinamismo y novedad. El
Espíritu animó la misión de Jesús y se encuentra también a la raíz de la misión
de la Iglesia. El evento de Pentecostés nos remonta al corazón mismo de la
experiencia cristiana y eclesial: una experiencia de vida nueva con dimensiones
universales.
A ello hacía alusión el Papa Francisco
en su carta a la Conferencia Episcopal Argentina:
“Una Iglesia que no
sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su
encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a
cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta
alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia
accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia
encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí
misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos
conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos
impide experimentar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar»”.
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