jueves, 16 de mayo de 2013


Pbro. Diego Fenoglio
Domingo de Pentecostés – Ciclo C  2013
“Reciban el Espíritu Santo”


La celebración de hoy es un excelente momento para preguntarnos por nuestra fe. Para preguntarnos por aquello en que hemos puesto nuestra confianza. ¿Dónde están nuestras seguridades? El resucitado sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo”. La pregunta que tenemos que hacernos hoy es si creemos, efectivamente, que hemos recibido el Espíritu Santo en nuestro bautismo. No deberíamos esperar hasta el último para vivir una fe que sea capaz de soltarse de todo para dejarse llevar por Dios.


Lucas utiliza en primer lugar el símbolo del viento para hablar del don del Espíritu: “De repente vino del cielo un ruido, semejante a una ráfaga de viento impetuoso y llenó la casa donde se encontraban” (Hch 2,2). Aunque los discípulos estaban a la espera del cumplimiento de la promesa del Señor resucitado, el evento ocurre “de repente” y, por tanto, en forma imprevisible. Es una forma de decir que se trata de una manifestación divina, ya que el actuar de Dios no puede ser calculado ni previsto por el ser humano. El ruido llega “del cielo”, es decir, del lugar de la trascendencia, desde Dios. Su origen es divino. Y es como el rumor de una ráfaga de viento impetuoso. El evangelista quería describir el descenso del Espíritu Santo como poder, como potencia y dinamismo y, por tanto, el viento era un elemento cósmico adecuado para expresarlo. También se sirve luego de otro elemento cósmico que era utilizado frecuentemente para describir las manifestaciones divinas en el Antiguo Testamento: el fuego, que es símbolo de Dios como fuerza irresistible y trascendente.


El Espíritu es la misma vida de Dios. En la Biblia es sinónimo de vitalidad, de dinamismo y novedad. El Espíritu animó la misión de Jesús y se encuentra también a la raíz de la misión de la Iglesia. El evento de Pentecostés nos remonta al corazón mismo de la experiencia cristiana y eclesial: una experiencia de vida nueva con dimensiones universales.

A ello hacía alusión el Papa Francisco en su carta a la Conferencia Episcopal Argentina: 
“Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar»”.

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