Ética a partir del calentamiento global
Leonardo Boff
En algunos lugares de la
Tierra se rompió hace días la barrera de las 400 ppm (partes por millón) de
CO2, lo que puede conducir a desastres socio-ambientales de gran magnitud. Si
no hacemos nada consistente, podremos conocer días tenebrosos. No es que no se
pueda hacer nada más. Si no podemos detener la rueda, podemos sin embargo
reducir su velocidad. Podemos y debemos adaptarnos a los cambios y organizarnos
para mitigar los efectos perjudiciales. Ahora se trata de vivir con radicalidad
las cuatro erres: reducir, reutilizar, reciclar y reabastecer.
Necesitamos
una orientación ética que nos ayude a alinear nuestras prácticas para superar
la crisis actual. En este cuadro dramático, ¿cómo fundar un discurso ético
mínimamente coherente que valga para todos?
Hasta
ahora, las éticas y las morales se basaban en las culturas regionales. Hoy, en
la fase planetaria de la especie humana, debemos restablecer la ética a partir
de algo que sea común a todos y que todos podamos entender y realizar.
Mirando
hacia atrás, hemos identificado dos fuentes que guiaron, y aún guían, ética y moralmente
las sociedades hasta hoy: la religión y la razón.
Las
religiones siguen siendo los nichos de valor privilegiados para la mayoría de
la humanidad. Nacen de un encuentro con el Supremo Valor, con el Supremo bien.
De esta experiencia nacen los valores de veneración, respeto, amor,
solidaridad, compasión y perdón. Muchos pensadores reconocen que la religión,
más que la economía y la política, es la fuerza central que mueve a las
personas y las lleva hasta a entregar su propia vida (Huntington). Otros llegan
a proponer a las religiones como la base más realista y eficaz para construir
una ética global para la política y la economía mundiales (Küng). Para eso las
religiones deben dialogar entre sí y, en el diálogo, acentuar más los puntos en
común que los puntos de disparidad. Con esto se puede marcar el comienzo de la
paz entre las religiones. Esta paz no se basta a si misma, sino que debe animar
la paz entre todos los pueblos.
La
razón crítica, desde que estalló casi al mismo tiempo en todas las culturas
mundiales en el siglo sexto A.C., el llamado «tiempo-eje» trató de establecer
códigos éticos universalmente válidos, basados principalmente en las virtudes,
cuya centralidad la ocupaba la justicia. Pero también afirma la libertad, la
verdad, el amor y el respeto al otro.
El
fundamento racional de la ética y la moral -ética autónoma- fue un admirable
esfuerzo del pensamiento humano, desde los maestros griegos Sócrates, Platón y
Aristóteles, pasando por Immanuel Kant hasta los modernos Jürgen, Habermas y
Enrique Dussel, y entre nosotros Henrique de Lima Vaz y Manfredo Oliveira entre
otros de nuestra cultura.
Sin
embargo, el nivel de convencimiento de esta ética racional fue escaso y
restringido a los ambientes ilustrados. Por lo tanto, con un impacto limitado
en la vida cotidiana de la gente.
Estos
dos paradigmas no han sido invalidados por la crisis actual, sino que deben ser
enriquecidos si queremos estar a la altura de los retos que nos vienen de la
realidad, hoy profundamente modificada.
Para
este enriquecimiento necesitamos bajar a aquella instancia en la cual se forman
continuamente los valores, contenido principal de la ética. La ética, para
ganar un mínimo de consenso, debe brotar de la base común y última de la
existencia humana. Esta base no reside en la razón, como siempre ha pretendido
Occidente.
La
razón -y esto la misma filosofía lo reconoce- no es ni el primero ni el último
momento de la existencia. Por eso no explica todo ni abarca todo. Se abre hacia
abajo, de donde surge algo más elemental y ancestral: la afectividad y el
sentimiento profundo. Irrumpe hacia arriba, hacia el espíritu, que es el
momento en que la conciencia se siente parte de un todo y que culmina en la
contemplación y en la espiritualidad. Por lo tanto, la experiencia de base no
es «pienso, luego existo», sino «siento, luego existo». En la raíz de todo no
está la razón («logos»), sino la pasión («pathos»), que se expresa por la
sensibilidad y por el afecto. De ahí el esfuerzo actual para rescatar la razón
sensible y cordial (Meffesoli, Cortina). Para este tipo de razón captamos el
carácter precioso de los seres humanos, lo que los hace dignos de ser
deseables. Desde el corazón y no desde la cabeza, vivenciamos los valores. Por
los valores nos movemos y somos. En último término, está el amor que es la
fuerza más grande del universo y el nombre propio de Dios. Esta ética nos puede
comprometer en acciones prácticas para abordar el calentamiento global.
Pero
tenemos que ser realistas: la pasión está habitada por un demonio que puede ser
destructivo. Es un caudal fantástico de energía que, como las aguas de un río,
necesita márgenes, límites y justa medida. Si no, irrumpe avasalladora.
Y
es aquí donde entra la función insustituible de la razón. Es propio de la razón
ver claro y ordenar, disciplinar y definir la dirección de la pasión.
Aquí surge una dialéctica
dramática entre la pasión y la razón. Si la razón reprime la pasión, triunfa la
rigidez y la tiranía del orden. Si la pasión dispensa a la razón, prevalece el
delirio de las pulsiones del puro disfrute de las cosas. Pero si prevalece la
justa medida y la pasión se sirve de la razón para un desarrollo
auto-gobernado, entonces puede haber una conciencia ética que nos haga
responsables ante el caos ecológico y el calentamiento global. Por aquí va el
camino que tenemos que recorrer. Para un nuevo tiempo, una nueva ética
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