viernes, 17 de mayo de 2013



La Biblia en su contexto
“El tiempo de la Iglesia 
es el tiempo del Espíritu Santo” 
(Lc 24,46-53)
Orlando Segundo Carmona


EVANGELIO: Jn 20,19-23

19 Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» 
20 Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. 
21 Jesús les volvió a decir: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envío a mí, así los envío yo también.»
22 Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo: 23 a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos.» 



La tarde del Domingo de Pascua los discípulos (a excepción de Tomás, v. 24) se encuentran reunidos en un lugar de Jerusalén; permanecen a puerta cerrada por temor a los judíos, es decir, a los espías de los judíos. Se les presenta el resucitado, manifestándose inesperadamente en medio de ellos y saludándolos con la fórmula acostumbrada: «Paz a vosotros», con la cual les comunica su paz. Su manifestación con las puertas cerradas demuestra que posee ya existencia gloriosa, no sujeta a las leyes del espacio. 

Pero este modo de hacerse presente podía dar lugar a pensar que se tratara de un espíritu o de un fantasma, y por eso, para disipar todo error, muestra a los discípulos las heridas de las manos y del costado, que son la mejor prueba de la realidad de la resurrección y de la identidad de la figura que ven con la persona del crucificado (cf. Lc 24,39). 



Al ver al Señor, de cuya resurrección han sido informados ya por Magdalena, los discípulos se sienten embargados de profunda alegría, y experimentan el cumplimiento de la promesa que Jesús les había hecho en el momento de partir, a saber, que su angustia se convertiría en gozo. Repetido el augurio de paz, el resucitado imparte a los discípulos su misión, sirviéndose de las mismas palabras que usó en la oración de despedida, si bien allí considera la misión como ya impartida, por haberse verificado ya en su espíritu. Como él es el enviado de Dios, así ellos deben ser sus enviados (cf. 13,20). Con esta misión reciben el encargo de proseguir la obra confiada a él por el Padre, cual es el anuncio de la revelación divina a los hombres (18,37) y la comunicación de la salud. En seguida el resucitado otorga a los discípulos el don del Espíritu Santo, prometido anteriormente en los discursos de despedida. El gesto simbólico de soplar hacia ellos tiene sus precedentes en Gen 2,7; Sab 15,11, donde se dice que Dios inspiró en el primer hombre el hálito de la vida (cf. también Ez 37,9ss). Sólo que, mientras en los pasajes citados del Antiguo Testamento se trata de la comunicación de la vida natural, o del alma, aquí, en cambio, se trata del don del Espíritu divino entendido como medio para poder cumplir la misión a que los discípulos están destinados. 



Ahora los discípulos reciben el poder de perdonar los pecados.  Lo que en Mt 16,19 fue prometido a Pedro, y en Mt 18,18 a todos los apóstoles, se les concede ahora: el poder de perdonar y de retener los pecados. La metáfora de «atar» y «desatar», que se lee en Mt 16,19; 18,18, significa prácticamente lo mismo que perdonar y retener los pecados. Jesús confiere, pues, a los discípulos la potestad de perdonar los pecados, potestad que él mismo ejercitó durante su vida terrena conforme a su condición de Hijo del hombre. Si distingue expresamente entre el remitir y el retener los pecados, lo hace para expresar que los discípulos no pueden usar arbitrariamente de la potestad recibida, sino que deben obrar de acuerdo con el mérito de los hombres. 



La Iglesia tiene razón de ver en estas palabras de Jesús la institución del sacramento de la penitencia. Es verdad que los más antiguos padres de la Iglesia las relacionan con el bautismo y la consiguiente aceptación en el seno de la Iglesia, que tiene por consecuencia la remisión de los pecados, o bien con el rechazo de la misma. Por ejemplo, san Cipriano dice que por Jn 20,22-23 «vemos cómo sólo los jefes de la Iglesia están autorizados para bautizar y para comunicar la remisión de los pecados, mientras que fuera de ella, donde nadie está autorizado para atar o desatar, nada puede ser atado o desatado». Pero el v. 23, juntamente con Mt 16,19; 18,18, se aplicaba también a la disciplina penitencial, aunque ciertamente de manera impropia, porque en la penitencia pública no se daba verdadera absolución, sino sólo la manifestación de un juicio acerca de la penitencia cumplida.



Se ha afirmado que los v. 22-23 están en contradicción con Hch 2 (la venida del Espíritu Santo en pentecostés), ya que, según ellos, para Juan es lo mismo pascua que pentecostés. Pero la afirmación no es exacta; en efecto, como lo reconocen ya muchos padres, el don del Espíritu Santo el día de pascua comunica a los apóstoles la idoneidad para cumplir su misión, y les confiere, en particular, el poder de perdonar los pecados, mientras que en pentecostés se les otorgan dones especiales de orden extraordinario (carismas, poder de hacer milagros, etc.), destinados a hacer más eficaz su actividad misionera. Por otra parte, los dones de pentecostés no los recibieron sólo los apóstoles, pues con ellos los recibieron también todos los discípulos presentes (Hch 2,1.38).


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