viernes, 17 de mayo de 2013


col castillo

Mucha gente se sigue preguntando si el papa Francisco va a ser el hombre que imprima un cambio, profundo y de consecuencias decisivas, en la Iglesia. Yo estoy convencido de que ese cambio no es que se vaya a producir, sino que ya se ha efectuado. Antes de empezar a cambiar los cargos de la Curia, por ejemplo, es más importante empezar a cambiar la teología del papado. Y eso, por más que muchos no hayan ni caído en la cuenta de ello, ya se ha hecho.
El nuevo papa, Francisco, ya lo hizo desde el momento en que apareció, una vez elegido Sumo Pontífice, en la logia de la basílica de San Pedro. Pero, como recuerda todo el mundo, desde su primera aparición en público, no se presentó como "papa", sino como "obispo de Roma". Y hasta, casi de forma provocativa, no se presentó bendiciendo al pueblo, sino pidiendo, como "obispo de Roma", la bendición de sus diocesanos para él. No empezó como "papa", sino como "obispo". Y no empezó bendiciendo, sino pidiendo ser bendecido por el pueblo.
No estoy hablando de gestos sin importancia. Y, menos aún, de innovaciones superficiales, para llamar la atención o – lo que sería peor – para obtener las ventajas casi infantiles que proporciona el populismo barato de no pocos líderes populistas. Nada más lejos de toda esa quincalla estúpida que vienen usando los mediocres. Lo que ha ocurrido en la Iglesia, con los gestos iniciales del nuevo papa, tiene una importancia teológica que muchos no imaginan.
Me explico. Es sabido que el título de "Papa" empezó a quedar definitivamente reservado al obispo de Roma, con algunas excepciones, a partir de la segunda mitad del siglo VII (Hinschius, KR, I, 1869, 207; P. De Labriolle, "Bull. Du Cange, 4, 65-75; F. Heiler, Alt. Aut. 261-263; Y. Congar, L'eccl. Du Haut Moyen-Age, 202). Es decir, durante más de quinientos años – los primeros 500 años de su historia – el papado no existió, tal y como ahora se le conoce. En aquellos siglos, existía el obispo de Roma. Y en paz. Además, aquella Iglesia era tan verdadera Iglesia como la actual.
Pero había algo más importante. Al menos desde el siglo V, el famoso texto de Mt 16, 13-19 ("Tú eres Pedro y sobre esta piedra...") se leía como el evangelio propio de la misa para la ordenación de los obispos (A. Dold). Es más, en un texto, que se citó ampliamente durante toda la Edad Media, san Isidoro de Sevilla mostraba a los apóstoles recibiendo con el poder de "atar y desatar", el mismo "honor" y la misma "potestas" que Pedro ("De Eccl. Off. II, 5, 5). Eran los términos que se venían utilizando desde San Cipriano de Cartago, a mediados del s. III. La convicción de fondo, que subyacía a este lenguaje, es que los obispos recibían el mismo poder que el obispo de Roma. Y todos, unidos a su cabeza (el obispo de Roma), gobernaban la Iglesia universal.
Por esto, entre otras razones, se comprende el rechazo tajante que uno de los papas más importantes que ha tenido la Iglesia, san Gregorio Magno (s. VI), manifestó contra el título de "papa universal". Este asunto capital ha sido objeto de estudio de uno de los más documentados historiadores de la Iglesia que conocemos, el profesor Manuel Sotomayor, que, en un estudio, publicado en la "Miscellanea Historiae Pontificiae" (1983), demostró, con una documentación exhaustiva, cómo san Gregorio Magno insistió en que el título de "papa universal" es una expresión "altanera", "soberbia", "vanidosa", "nefanda", "supersticiosa", "criminal", "sacrílega", "blasfema", "propia del Anticristo", "perversa", "estúpida", "temeraria"...., "contraria al Evangelio", "contraria a Dios". El motivo clave, que aduce siempre Gragorio I, para tomar esta posición tan opuesta a la utilización de esa expresión es tan clara como fuerte es siempre el mismo. Para san Gregorio Magno, si cualquier obispo (aunque sea el de Roma) se apropia el título de "universal", por eso mismo todos los demás obispos dejan de ser tales; el episcopado entero, de derecho divino, queda aniquilado (M. Sotomayor, o. c., p. 67).
¿Pierde el papado, si seguimos por este camino, poder o excelencia? Todo lo contrario. Un papa que aparece en la fachada de San Pedro, con este coraje, esta libertad y esta humildad, no pierde nada. Lo que hace simplemente es recuperar, para la Iglesia, aquella fuerza de atracción que tuvo en sus orígenes. Y que le dio la vuelta a la historia de Europa. Justamente lo que ahora mismo más necesitamos. Por muy sombría que sea la crisis, estamos viviendo un momento capital de esperanza.

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