Diácono Lucas Trucco
Domingo de Pentecostés
Estamos cerrando ya el tiempo de Pascua.
Los discípulos, en sus experiencias pascuales, fueron los primeros en vivir
estos dos regalos: el de la alegría,
tanta que casi no se lo podían creer, una alegría que no consiste en acunarse
en un estado emocional placentero, y el de la palabra, pues las experiencias pascuales culminaban en el envío.
Encuentro y envío son dos momentos inseparables de toda experiencia pascual y
de toda dinámica pascual.
Pentecostés no es el final de una novela
donde el Espíritu Santo viene a tapar el vació que dejo la ausencia de Jesús;
Porque si hemos reconocido que Jesús es el Señor es porque el Espíritu actuó ya
en nosotros. El Espíritu Santo es la luz en la que habitualmente no reparamos,
pero gracias a la cual podemos ver. Es decir, lo conocemos por sus frutos, por
sus dones.
Jesús nos envía a encarnar el evangelio
en el corazón de cada cultura. No ha imponer el evangelio, ni a juzgar según
nos parece a nosotros lo que es el
Reino.
La dinámica
de la encarnación está motivada entre otras, por las siguientes situaciones:[1]
a) Para
poder realizarse como sacramento de salvación la Iglesia necesita encarnarse
dentro de cada cultura: necesita realizar un proceso de inculturación que sea
capaz de formular la buena noticia en las claves culturales en que viven las
personas. Esto es una permanente fuente de tensión para la Iglesia puesto que
supone un largo proceso de discernir lo
esencial de lo anecdótico.
b) Toda
cultura, toda sociedad es ámbito de presencia y de misión de la Iglesia. Antes de llegar la Iglesia el Espíritu ya
está presente; dentro de cada cultura hay una textura religiosa y unos
valores que invitan a la realización del hombre. Pero ninguna cultura coincide
con el proyecto de Dios: por ello la Iglesia siempre será profecía y denuncia
de los antivalores en cualquier contexto histórico.
El Espíritu no nos uniformiza, ni nos
obliga a hablar en un mismo idioma, sino que nos enseña el lenguaje universal
del amor, que une a los distintos, sin eliminar la originalidad de cada uno.[2]
María que
podamos ser tierra fértil donde el Espíritu haga nacer el Amor por el Reino.
Que seamos agua viva, imitando a Jesús, para nuestros hermanos y hermanas. Que
tengamos un corazón de discípulos misioneros para anunciar el Amor del Padre en
nuestros lugares.
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