Ante la fiesta del Corpus Christi
José Manuel bernal
La fiesta del Corpus me suscita multitud de reflexiones. Se instituyó en la edad media y es fruto de un contexto doctrinal animado por las confrontaciones teológicas y las disputas de escuela. Ante los titubeos doctrinales a la hora de afirmar la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas y de explicar el modo como en el pan y en el vino se hacen presentes el cuerpo y la sangre del Señor, esta fiesta viene a constituir una afirmación popular y solemne de la presencia real del cuerpo de Cristo en la hostia consagrada. Esta afirmación acaba convirtiéndose en una aclamación festiva y exuberante, de carácter popular, que terminará extendiéndose en poco tiempo por toda la cristiandad.
El tono de esta fiesta, tan popular y tan española, nunca ha dejado de suscitarme preguntas impertinentes y respuestas incómodas. La reforma litúrgica del Vaticano II cambió el nombre de la fiesta. Ahora se llama «Festum Sanctissimi Corporis et Sanguinis Christi». Pero, hasta esa fecha, había venido llamándose «Festum Sanctissimi Corporis Christi». Eso es, la fiesta del Corpus, como la hemos conocido siempre. Ahí surge precisamente la primera sorpresa. No entiendo por qué la mención de la fiesta ha ido referida exclusivamente al cuerpo de Cristo. Tampoco entiendo por qué en la solemnidad del Corpus, sobre todo en la procesión, solamente es ofrecida solemnemente a la adoración de los fieles la hostia consagrada. Todo el entorno litúrgico de la fiesta se ha construido en torno a la sagrada hostia: las custodias normales, las valiosas custodias procesionales, las andas para trasportarla, el palio, los cantos, etc.
Esta fijación aparece en consonancia con otros comportamientos que no hacen sino afianzar esta preferencia obsesiva por la hostia consagrada; preferencia que, con el tiempo, ha ido transmitiéndose a la devoción popular. En este sentido hay que interpretar la costumbre iniciada en la edad media de elevar la hostia después de la consagración, ofreciéndola a la adoración de los fieles. Es curioso que la elevación del cáliz se introdujo posteriormente, por motivos de mimetismo y de simetría con la elevación de la hostia. Así hay que interpretar igualmente la costumbre de conservar la hostia consagrada en el sagrario y de colocar una lámpara encendida para acompañar y velar la presencia real del Señor; la que llamamos «lamparilla del sagrario».
A esta costumbre hay que añadir toda una serie de actos de piedad eucarística que se fueron incorporando progresivamente a la tradición popular como la exposición y adoración del santísimo sacramento, en la que solo se ofrece a la adoración de los fieles la hostia consagrada; las cuarenta horas; la adoración nocturna; la visita al santísimo sacramento, etc. En ese sentido, por supuesto, hemos de interpretar la supresión de la comunión del cáliz para los fieles, que se había mantenido hasta los tiempos de Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII. Desde entonces los fieles han participado en la comunión eucarística participando de una sola especie. Mientras el sacerdote ha comulgado siempre del pan y del vino, los fieles sólo han participado del pan consagrado.
De este modo, analizada la situación de forma muy esquemática, vemos como la polarización de la piedad eucarística en el pan consagrado, en la sagrada hostia, llega a su punto más candente. La piedad eucarística se concentra en la adoración de la hostia consagrada. La participación de los fieles en el banquete sacramental queda reducida a la comunión del pan eucarístico.
Frente a esta situación es muy significativa la postura teológica de Tomás de Aquino. En una de las antífonas más representativas de esta fiesta, que compuso él mismo, él llama convivium a la eucaristía [O sacrum convivium]. El santo dominico reconoce la dualidad de elementos en la composición material del signo eucarístico: el pan y el vino. Reconoce que esta dualidad responde al perfil antropológico del símbolo eucarístico [comer y beber] y a la referencia cristológica que le da fuerza y sentido: el cuerpo y la sangre del Señor, expresiones de la totalidad del misterio de Cristo, desde la encarnación hasta su muerte.
Pero Tomás de Aquino afirma con rotundidad que esta dualidad de elementos confluye en una unidad sacramental que él llama perfecta refectio, manducatio, o cibatio spiritualis, o mejor aún convivium. Ese es, según él, el elemento formal, en el que se configura plenamente el sacramento de la eucaristía. La implicación de ambos elementos [pan y vino] y de ambos gestos [comer y beber], garantiza la perfección y la plenitud del acto, la perfecta refectio. Es decir, solo podemos hablar de perfecta refectio, de participación plena en el sacramento, cuando comemos y bebemos, cuando compartimos el pan y el vino. De ese modo el encuentro con el Señor, con la totalidad de su vida entregada y rota, a través de la comunión de su cuerpo y su sangre, es pleno y perfecto.
A mi entender reviste gran interés que el Angélico, en un escrito litúrgico, cargado de piedad y de inspiración poética, llame convivium a ese gesto en el que se come y se bebe. Sin duda que el uso de ese término, inspirado en la cena original en que Jesús instituyó la eucaristía, conlleva necesariamente una importante carga de comensalidad, de fraternidad, de cercanía y de fiesta. De este modo, la bipolaridad del pan y del vino pierde interés, para que toda la carga simbólica y sacramental de la eucaristía quede concentrada en el protagonismo del banquete. Del mismo modo, la duplicidad del cuerpo entregado [quod pro vobis tradetur] y de la sangre derramada [qui pro vobis et pro multis effundetur] del Señor, como expresión bipolar, se concentra en una unidad de totalidad y de plenitud; y acaba expresando, por encima de todo, la totalidad del ser de Cristo, la totalidad de su vida entregada y sacrificada.
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