jueves, 9 de mayo de 2013


col arias

Me han llegado noticias desde Roma, según las cuales, Francisco, el primer jesuita que llega al pontificado en la historia de la Iglesia, podría ser el que canonizara al jesuita vasco, Pedro Arrupe, que siendo General de la Compañía tuvo un serio enfrentamiento con el entonces papa Juan Pablo II.
El papa polaco, que era sostenido por el Opus Dei, acusaba a Arrupe de haber llevado a los jesuitas a la izquierda, sobretodo en América Latina, y un día lo llamó y le pidió que se arrodillase a sus pies.
Cuando Arrupe se enfermó, a pesar de que el cargo de General entre los jesuitas es vitalicio, como el del papa, pidió a Juan Pablo II permiso para retirarse. El papa que temía que los jesuitas pudieran elegir a otro en la línea liberal y abierta de Arrupe, le negó la petición y le colocó para seguir guiando a la Compañía a un representante suyo.
Los jesuitas entonces obedecieron, como es su lema, pero consideraron aquella intromisión autoritaria de la Santa Sede como una "ley marcial vaticana"
Ahora se especula que el papa Francisco podría ser quien canonizara al papa Wojtyla, que tantos disgustos dio a la Compañía, pero que al mismo tiempo abriría el proceso de beatificación del padre Arrupe.
Se trataría de una coincidencia histórica y simbólica. Y a Francisco le gusta el lenguaje de los símbolos.
Tuve ocasión de poder tratar personalmente al padre Arrupe durante más de un mes, en el momento en que sus relaciones con Juan PABLO estaban al rojo vivo.
Trabajaba yo entonces en la RAT-TV italiana que había inaugurado un programa, de los primeros hechos a color, con el título "Una hora con". Era una hora de programa con un personaje famoso, para hacer de él un retrato completo.
La RAI me encargó de hacer uno de los capítulos del nuevo programa con el padre Arrupe, con el título: "Una hora con el papa negro". Al general de la Compañía de Jesús se le llama aún "papa negro", porque hubo tiempos en la Iglesia en que el jefe de los jesuitas emulaba en poder, dentro de la Iglesia, al papa blanco. Es sabido además que el jefe de los hijos de Ignacio de Loyola es el único General de congregaciones y órdenes religiosas nombrado vitaliciamente, como el papa. Y los jesuitas son los únicos religiosos de la Iglesia que además de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, profesan un cuarto voto de obediencia incondicional al papa.
Ahora que se habla de la posibilidad de beatificar a Arrupe he querido traer a mis lectores un recuerdo personal de las semanas que pasé con él para elaborar aquel programa para la RAI. Fueron muchas horas, lo que nos llevó a poder compartir algunas ideas personales.
Me acompañaba para realizar el programa, un equipo de técnicos de la RAI. Eran todos agnósticos y algunos ateos convencidos. Cuando les dije que íbamos a filmar a Arrupe, dentro de la Casa Generalicia de los jesuitas en Roma, donde era tan difícil entrar, se frotaron las manos. "Nos vamos a divertir un mundo", comentaron.
Los primeros días de la entrevista fueron tranquilos. Arrupe era una persona de una afabilidad extrema. El New York Times lo comparó al papa Juan XXIII. Tenía una luz en sus ojos que chocó enseguida a los técnicos de la televisión.
Poco a poco se fueron soltando y uno llegó a preguntarle si era cierto lo que se decía que los jesuitas eran "hipócritas". Arrupe sonrió y le respondió amable: "Desgraciadamente, muchas veces lo somos". Y allí acabó la provocación.
Hubo un día en el que el grupo de técnicos de la RAI quedó especialmente impresionado. Fue cuando yo abordé con Arrupe el tema de la muerte. Habló con tal naturalidad de aquel "viaje definitivo", como él lo llamaba, como la cosa más natural del mundo sin dramatismos ni misticismos. Solo se sentía en aquel momento el rumor de la cámara filmando.
Nos habló después Arrupe de su experiencia en Japón donde se encontraba el 6 de agosto de 1945 cuando explotó la bomba atómica. Arrupe era médico. Estaba entonces a cargo del Noviciado de los jesuitas y abrió sus puertas para llevar allí a los heridos y quemar a los muertos para evitar contaminaciones.
Contó de la entereza de los japoneses a los que llegó a operar con unas tijeras de cocina, sin anestesia, sin que se les escapara un grito de dolor.
Dicen que fue aquella experiencia de muerte lo que "cambió el alma" de Arrupe, que ya no sería igual después de la tragedia de Hiroshima, vivida en primera persona.
Lo que puedo testimoniar es que, acabado el programa, los técnicos no querían separarse de Arrupe.
Uno de ellos que tenía a una hija gravemente enferma y que era al inicio el que más presumía de ateo y pretendía divertirse con el General de los jesuitas, llegó a llevar, de escondidas de sus colegas, a la Curia generalicia, una carta pidiendo a Arrupe que "rezara por ella". Le incluyó en la carta una foto de la muchacha.
Arrupe, por lo que pude saber de él en aquellas largas semanas de convivencia con él, tenía la convicción de que el Concilio, que había hecho perder a la Compañía unos siete mil jesuitas, fue el que acabó cambiándola.
Una mañana que no pudimos filmar porque el programa era a color y empezó a llover, me quedé a solas con él y me contó que después del Concilio Vaticano II, la Compañía que él dirigía, viendo actuar al Opus Dei, era como mirarse al espejo para decir: "Así fuimos y así no podemos seguir siendo". Se refería a que la Compañía estaba antes del Concilio más interesada y preocupada con las élites de la sociedad que con los pobres.
Y fue entonces cuando Arrupe abrió la Compañía a una "revolución social", permitiendo a sus religiosos mojarse en los movimientos de liberación política de América Latina, que para Juan Pablo II era llevarles "a la izquierda".
Aquello costó a la Compañía caro. Vio a muchos de sus sacerdotes perseguidos y asesinados por los escuadrones de la muerte organizados por los militares.
Hoy, es un papa jesuita, del continente de las Américas, el que pide a la Iglesia que salga de sus palacios y se vaya a mancharse de barro a la periferia del mundo como él lo hacía en Buenos Aires.
De haber estado vivo, Arrupe no habría necesitado arrodillarse a los pies de Francisco para pedir perdón por haber querido, más de 40 años antes, hacer con la Compañía, lo que Francisco exige hoy de la Iglesia.
Nada, pues, de extrañar que pueda ser el primer papa jesuita quien coloque a los ojos del mundo, como ejemplo de santidad, a aquel jesuita vasco que hoy no creería a sus ojos, viendo lo que sus hermanos de hoy están viendo: un papa que ha rechazado los palacios pontificios para vivir en un hotel para religiosos, donde le es más fácil encontrarse con sacerdotes y obispos que llegan de la periferia de la Iglesia con los que nunca se habría encontrado de vivir encerrado en los palacios vaticanos.
Hay quien afirma que no todos los jesuitas hoy están sin embargo felices con la "revolución" del papa Bergoglio. Quizás lo hubiesen deseado más jesuita y menos franciscano. Lo ignoro.
Arrupe era entonces un jesuita genuino, pero con corazón franciscano.
Fue aquel corazón franciscano que había sentido el horror del mundo en Hiroshima y se había llenado de compasión, lo que entonces conmovió a mis colegas ateos de la RAI.
"Para mi las personas no se dividen en creyentes y ateos", me dijo cuando le alerté que los técnicos de la RAI eran agnósticos, y añadió: "A mi me interesa todo lo que de humano hay en el mundo. Estamos todos amasados del mismo barro". Y fue aquello lo que sintieron entonces mis compañeros de la televisión italiana.
Y ese era el Arrupe que yo conocí.

Juan Arias

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