miércoles, 8 de mayo de 2013


El trabajo que da el trabajo
Frei Betto




Y dijo la señora: ¡Imagínate, ahora mi empleada es amparada por el gobierno, con esas leyes absurdas! Como si nosotros, los patronos, no tratáramos bien a esas desgraciadas, que nacen en una favela, en medio de la pobreza, y tienen la suerte de encontrar un empleo en nuestras familias.

La María Dolores, por ejemplo, no tenía dónde caer muerta. Su padre borracho, su madre lavandera, una retahíla de hermanos. La chavalita comenzó aquí, en esta casa, como cuidadora de mi hijo pequeño Jorge. Yo le enseñé hábitos de higiene, le di un uniforme blanco, dejé que llevase para su casa lo que sobraba de las comidas que mi marido ofrece a sus clientes.

Le pagaba medio salario mínimo, más el transporte. En su cumpleaños y en Navidad se le dan regalos. La pobre chica se deshace en agradecimiento, tan generosa soy con ella. Ella cuida bien de Jorge: le limpia el popó, le baña, lava y plancha sus ropas, nunca se olvida de darle el biberón a sus horas. Le lleva todas las mañanas a tomar el sol en la placita. Y nunca se quejó cuando era necesario permanecer en casa más allá de la hora convenida.

A veces yo y mi marido vamos a comer fuera y la Dolores se queda con el niño, le hace dormir y después se pone a ver la tele hasta que nosotros regresamos. Nunca reclamó salir después un rato. Pero ahora viene el gobierno con esa historia de las 44 horas semanales, carnet, pago de horas extras, fondo de garantía, multa del 40% por despido sin causa justa, etc.

Pero todo eso resulta peor para el trabajador, como hace mi marido en su empresa. Pues la Dolores no es trabajadora, es empleada. Como Fátima, nuestra cocinera. Ya lleva trabajando nueve años con nosotros. Está separada del marido, sus dos hijos son adultos, ella duerme aquí en el cuartito de la empleada y sólo va a visitar su familia los domingos.

Nunca ha reclamado por esa buena vida que le hemos dado. Al contrario, está agradecida por dormir en un lugar seguro, confortable, con sábanas limpias, baño privado, lejos de aquella promiscuidad que reina en la casita en que vive su familia en la periferia, donde viven su hermano, su cuñada y los cuatro hijos de ambos.

¿Por qué viene ahora eso de los derechos laborales para quien está feliz de la vida? Negra renegra, si hubiera nacido hace dos siglos con toda seguridad habría sido esclava. Ahora tiene su cuartito ordenado, televisión, acceso libre a la nevera de la familia. Y come de la misma comida que ella prepara para nosotros. ¿Acaso ella comería por ahí camarones empanizados, ceviche de mariscos o codornices rellenas?

¡No sé por qué el gobierno se mete tanto en nuestras vidas! ¿Acaso piensa que somos una banda de esclavólatras que trata mal a los empleados? Ya basta de burocracia. Ahora voy a tener que pagar, además de los salarios, impuestos para mantener aquí a Dolores y a Fátima. ¡Como si ellas no fueran a tener pensión en su vejez!

La madre de Fátima, que trabajó veinte años en casa de mi suegro, al jubilarse fue a vivir al campo, donde nació y donde gozó de un retiro rural. ¿Necesita acaso el gobierno crear más burocracia para nosotros, los patronos, que damos empleo a quien no tiene instrucción, ni casa propia ni dónde caer muerto?

Hace tiempo mi marido y yo entramos en un avión y en el asiento del pasillo, al lado nuestro, había un hombre mal vestido, con cara de peón de hacienda, que a la hora de servir la merienda preguntó si era gratuita… Sí lo era.

En los viajes por avión en las rutas nacionales ya no se da aquel glamur de antes, con las aeromozas sirviendo güisqui, vinos y platos calientes. Ahora están todos revueltos e insisten en mezclar gentes de clases sociales diferentes, como si todos procedieran de la misma cuna.

¡Dios mío, ¡a dónde irá a parar el Brasil con este modo de pensar!

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