sábado, 22 de diciembre de 2012



Víctor Codina, S.J.
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“La primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido”, como canta el poeta. También ha llegado a Bolivia y en medio de los continuos conflictos sociales, en medio del asfalto de las calles de la gran ciudad, en medio del ruido de la circulación y del ajetreo diario, …aparecen algunos árboles floridos, los jacarandás, con unas maravillosas flores, unas flores de color azul violáceo, casi morado.
Seguramente en otras latitudes, en la primavera, en lugar de jacarandás florecen los almendros o los cerezos, pero siempre se trata de un estallido sorprendente de la primavera, a veces todavía en invierno.

Cambian los gobiernos políticos, haya crisis económicas o bonanza, sea cual sea la religión dominante en el país, la naturaleza es siempre fiel, no falla nunca, llega puntual a su cita con sus flores, como para advertirnos que hay algo más profundo que las vicisitudes económicas o los cambios políticos. No es azar el que rige la naturaleza ni la historia humana.
Este florecer de la primavera no es algo proyectado por los gobiernos o los líderes de la humanidad, es algo impensado, que no es útil ni objeto de consumo. Como canta el poeta místico del s XVII Ángel Silesius, “la rosa es sin porqué / florece porque florece / no se cuida de sí misma / ni pregunta si la ven”.
El jacarandá es una parábola de la importancia de la gratuidad en la vida y de que hay Alguien que envía la lluvia sobre justos e injustos y hace florecer los lirios del campo con una belleza desconocida por Salomón. Habría que releer frente a los jacarandás floridos los bellos comentarios de Soren Kierkegaard sobre los lirios del campo y las aves del cielo, el Cántico a las criaturas de Francisco de Asís, las poesías de Juan de la Cruz sobre el paso del Amado por las criaturas o el Himno al Universo de Teilhard de Chardin. El jacarandá es un himno mudo a la creación y al Creador que nos invita a la confianza, a buscar primero el reino de Dios y su justicia, porque todo lo demás se nos dará por añadidura.
El jacaranadá con sus flores violáceas que duran pocos días proclama que el caos, el conflicto y la muerte no tienen la última palabra en la vida de las personas ni de los pueblos, tampoco en la vida de la Iglesia, sino que desde el principio de la creación, en medio del caos original, aletea el Espíritu del Señor que fecunda de vida el universo.
El jacarandá no es un llamado a un barato panteísmo cósmico, ni una invitación a la pasividad o allaissez faire. Es un toque de atención, un aldabonazo: no somos los dueños de la naturaleza, no la podemos destruir y hemos de construir un mundo y un progreso que se rijan no por los valores de la acumulación y el mercantilismo sino por el respeto y en última instancia por la gratuidad del amor. Tampoco somos los señores absolutos de la historia, aunque seamos responsables de su marcha. Lo más importante en la vida no se negocia, florece gratuitamente, como florecen los jacarandás, los almendros, los cerezos o los lirios del campo. Y llegará un día en que, después del caos o del invierno —económico, político, religioso, eclesial…— estallará la primavera en flor.
El jacarandá florido nos enseña que, como afirmó Juan XXIII al comenzar el Concilio Vaticano II, ahora hace 50 años, no podemos ser profetas de calamidades: alguien dirige la naturaleza y la historia.
Víctor Codina, S.J.

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