martes, 18 de diciembre de 2012


El fin del fin del mundo
Marcelo Polakoff 
(Rabino, miembro del Comipaz)



No es casual que la Torá prohíba con dureza la consulta a todo tipo de adivinos, quienes supuestamente podrán anticipar el futuro. 





“No habrá de hallarse en ti el que practica la adivinación, ni el agorero, ni el mago, ni el hechicero, ni el demonólatra, ni el que consulta a nigromante o sortilegio, ni el que inquiere a los muertos, ya que abominación ante Dios es todo el que practica esto...”. (Deuteronomio 18:10-13).

No es casual que la Torá prohíba con extrema dureza la consulta a todo tipo de agoreros y adivinos, quienes supuestamente podrán anticipar el futuro. El texto bíblico privilegia la profecía, que –lejos de fijar escenarios nigromantes– será la encargada de poner en los labios de cada profeta los posibles escenarios que de seguro se presentarán si no se sale de algunos perversos círculos viciosos. Nada más lejano a una bola de cristal...

Rabi Akiva enseñaba hace casi dos mil años que “todo está previsto pero el ser humano tiene libre albedrío”. Vale decir que sostenía –en el mismo par dialéctico– algo que podría leerse como antagónico. Es que si todo es conocido y sabido de antemano (por el Creador), ¿dónde quedaría el lugar para nuestras pobres y humanas voluntades? La decisión más sopesada carecería así de toda autonomía, para ser tan sólo una mera representación trágica de la voluntad divina.

Lo contrario tiene también un dejo de incoherencia, puesto que si le quitamos a lo divino la cualidad de la omnisciencia, caería casi por completo el concepto de Dios, al menos en su versión más puramente aristotélica.

El planteo paradójico de Rabi Akiva equilibra de este modo dos categorías ineludibles a la hora de pensar el rol del ser humano como entidad independiente, contrastándolo con la necesaria sapiencia absoluta de Dios.

Nada podría dejar de ser conocido desde arriba –y, por ende, en alguna medida previsto–, pero aun así nada de ello atentaría contra la libertad de acción con la que hemos sido bendecidos (más allá de todas las limitantes con las que venimos de fábrica, sumadas al cúmulo de condiciones sociales que nos afectan).

Tenemos con lo que va a venir un vínculo un tanto ambivalente. Queremos conocerlo, pero a la vez ansiamos ignorarlo. Me da la sensación de que en este ámbito no nos hallamos a gusto en ningún extremo, ya que es tan macabro el saber con sumo detalle lo que acontecerá así como desconocer por completo algo de lo que se viene.

¿Y la magia, cómo entra aquí? Probablemente por su origen entroncado a lo pagano, sobre la base de una religión denominada “mazdeísta”, cuya ligazón con el zoroastrismo y la cultura persa les otorgaba a sus sacerdotes este título nobiliario, que no en pocas ocasiones incluía en sus ritos algún susurro en torno del porvenir.

Era tan fuerte la contienda ideológica de la tradición judía contra quienes querían asomarse al ventanal divino, por supuesto sin ser tales, que incluso la idea del Mesías se contagió de semejante precaución.

A tal punto era así que Rabi Iojanán ben Zakai, quizá la figura más importante del Talmud, sabía muy bien lo que decía cuando nos aconsejaba que si teníamos una semilla en la mano y se nos avisaba que había llegado el Mesías, primero tendríamos que sembrar la semilla y recién allí debíamos correr a bienvenirlo.

Tenía clara conciencia del peligro de poner el foco en el más allá antes de ponerlo en el más acá.

Si los nuevos agoreros del apocalipsis nos dieran un poco de respiro en estos días, podríamos –con suma elegancia– llegar a lograr el fin del fin del mundo.

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