viernes, 21 de diciembre de 2012


 fiesta de lo humano
José Ignacio González Faus




A Anna, a quien la sola pregunta: “¿y si fuese verdad que Dios se ha hecho hombre?”…, le cambió la vida. Más allá del ser cristiano o no, los días de Navidad siguen conservando un atractivo extraño que perdura incluso falsificado por un consumo irracional. Creo que es posible identificar ese atractivo si comprendemos que la Navidad (desde su origen como celebración del hacerse hombre de Dios) no es más que la fiesta de lo humano. 

Todos intuimos más o menos vagamente que lo humano es una maravilla pero que necesita ser curada y potenciada. La Navidad es el anuncio de que la puerta hacia esa sanación y esa potenciación está abierta, aunque no lo parezca en este mundo inhumano.

Este mensaje se agudiza porque lo humano divinizado se concreta estos días en un niño. En el niño las relaciones humanas que nos constituyen no están todavía degradadas: podrá llorar por su miedos, sus dolores o su hambre que no sabe expresar; pero, en circunstancias “normales” que no sean las de los orfanatos chinos o las hambrunas africanas, al contacto con los demás tiende a nacerle la sonrisa, y sus ojos miran con una ingenuidad que ya no cabe en nosotros, como si estuvieran descubriendo que vivir puede ser maravilloso. 

Nuestra expresión casi absurda -“el niño Dios”- transmite algo de eso: no puedo olvidar el comentario gráfico y bien humorado de una amiga sobre su hijos: “cuando son pequeños te los comerías a besos; cuando crecen… te arrepientes de no habértelos comido”. Esta puede ser la razón por la que, en Navidad, intentamos recuperar esas relaciones rotas volviendo a sentar las familias en torno a una mesa, aunque a veces ese gesto acaba dejando las relaciones peor de lo que estaban. Sin embargo, quizá volveremos a intentarlo en las próximas navidades. 

Algo de esta redención de lo humano se expresa en los villancicos, cantos exclusivos de la Navidad y que no nos cansamos de repetir cada año. En todas las lenguas que conozco, los villancicos transmiten con sus letras un mundo que parece hecho de ingenuidad, armonía, don y humildad.

Ingenuidad que es (con expresión de P. Ricoeur) “una segunda ingenuidad”: los villancicos no ocultan el establo, ni el frío ni los animales junto a la cuna; pero se atreven a decir que “els angels canten a desdir, en la establia” o que ése que está “en un pobre pesebre” es el “chiquirritín queridito del alma”.

Esa posibilidad de una segunda ingenuidad proviene de que las navidades son la fiesta del don. Nosotros hemos falsificado la donación convirtiéndola en un intercambio que calcula si hemos dado más o recibido menos. Pero el villancico sólo sabe que el pobre pastor va “a llevar al portal requesón, manteca y vino”, o que al “noi de la mare” hay que darle “panses i figues i mel i mató”, porque la primera pregunta no es qué me traerá sino “que li darem” . Y aunque no tenga “más que un pobre zurrón”, el niño sonreirá igual.

A su vez, el don transforma la realidad en armonía: en el universo del don “los ángeles están cantando y el romero floreciendo”, y aunque haya que lavar y peinar, “los cabellos son de oro y el peine de plata fina”. Si hace frío y nieva (cosa muy improbable en el lugar del nacimiento de Jesús), la nieve servirá para hacer unas “navidades blancas” y una “noche de paz”. Todos estos rasgos de pintura “naiv” sugieren la armonía de lo humano como una novedad que hay que redescubrir: porque no está en el retrato normal de nuestra realidad, que es ese desgarre entre “la vida en sí”, tan bella; y “esta vida nuestra”, tan horrible.

Sólo una cosa hace posible ese don capaz de devolvernos una nueva ingenuidad y de transformar la realidad en armonía. Ese requisito es la humildad: en Belén se puede ver al mismo Dios “recién nacido”, por eso se nos invita a acudir allí para adorar esa humildad (“venite adoremus”), mientras los ángeles no paran de cantar “gloria, gloria” en una especie de fuga inacabable, con la esperanza de que “los hombres lo escucharán”. Porque sólo en esa adoración de la humildad (que no tiene nada que ver con la falta de autoestima sino que brota de la sobreabundancia del ser), sólo ahí será posible la “paz para los hombres”. Una paz que todavía no hemos conseguido porque la buscamos siempre como fruto de la victoria y no como fruto de la justicia.

Que hemos desfigurado la Navidad hasta hacerla irreconocible y anticristiana parece innegable. Pero también sigue latiendo hoy el atisbo de otras navidades posibles. Ojalá pues que, al menos los cristianos, al desearnos este año Feliz Navidad explicitemos que nos estamos deseando la dicha de una humanidad “sobria y solidaria”, donde todo lo que en la fiesta hay de sobreabundante, es compartido con decisión y serenidad.

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