miércoles, 14 de agosto de 2013

Una fe histórica y realista
Hilari Raguer





El único mortal mencionado por su nombre en el Símbolo de los Apóstoles no es ni la Virgen ni un apóstol, sino Poncio Pilatos. ¿De dónde le viene semejante honor a un personaje tan poco recomendable? El núcleo fundamental del mensaje cristiano es que Jesucristo fue crucificado, murió, fue sepultado y después resucitó. Proclamamos la muerte y resurrección de nuestro Salvador, pero para dejar claro que esto no es un mito (o sea, un relato meramente simbólico) sino un acontecimiento histórico que se inserta en la historia de la humanidad, afirmamos que sucedió “bajo el poder de Poncio Pilatos”.

 La memoria es esencial en la fe cristiana. Nuestro credo no es una sarta de dogmas conceptuales sino una proclamación de hechos históricos. Evocamos sucesivamente a las tres personas divinas, no explicando lo que son en ellas mismas, sino, principalmente, lo que han hecho por nosotros: el Padre creador del universo, el Hijo Redentor de la humanidad con la serie de sus misterios históricos, el Espíritu Santo santificador, la Iglesia, el juicio al final de la historia, la resurrección de los muertos y finalmente la vida eterna. 

El centro de la vida de la Iglesia, la fuente y cumbre de la vida cristiana, es el memorial eucarístico, en cumplimiento del mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”. La Revelación es, globalmente, una historia. No pretendemos que todo haya sucedido hasta en sus menores detalles tal como los libros sagrados lo refieren, pero sí creemos que la historia de la salvación se basa en unos hechos reales.

Si en el Credo mencionamos a Poncio Pilatos no es porque fuera un santo, un profeta o un apóstol, sino para afirmar que la muerte, sepultura y resurrección de Jesús son hechos históricos, que acontecieron en un lugar y una fecha precisos. Con la misma intención, Lucas, un evangelista especialmente atento a la historia y a la historicidad, encabeza el relato del cuerpo central de su evangelio enmarcándolo en unas circunstancias históricas concretas, las autoridades políticas y religiosas de la Palestina de entonces: “El año quince del imperio de Tiberio César, cuando Poncio Pilatos gobernaba la Judea, Herodes era tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de la Iturea y de la región Traconítida y Lisanias tetrarca de Abilinia, bajo el pontificado de Anás y Caifás…” (Lc 3,1-2).

 Poncio Pilatos no es de ningún modo un personaje simpático, y menos aún modélico, pero es alguien real, y lo mencionamos en el credo no como un ejemplo a imitar sino para demostrar que la vida, muerte y resurrección de Jesús no son ningún relato simbólico sino que sucedieron en un lugar y un tiempo concretos. Consta que fue gobernador de Judea del 26 al 36 d.C, nombrado por el emperador Tiberio. En 1961 se descubrió en Cesarea de Palestina una inscripción con su nombre, entre los restos de un templo dedicado por Pilatos al emperador Tiberio. Dejando de lado la obra apócrifa Actos de Pilatos y otros escritos fantasiosos, sabemos por referencias dignas de crédito que fue un gobernante duro, despótico, cruel, que despreciaba a los judíos y los humillaba tanto como podía.

 Quiso romanizar Judea y provocó disturbios cuando introdujo en Jerusalén unas imágenes del culto al César que los judíos consideraron idolátricas. Tenía que hacer frente a los zelotas, judíos extremistas que creían que el Reino de Dios anunciado por los profetas consistiría en la liberación de la dominación romana, y querían lograrlo con la lucha armada. Zelotas debían de ser los galileos que Pilatos hizo matar cuando estaban ofreciendo unos sacrificios en el templo (“mezcló su sangre con la de los sacrificios que ofrecían”, Lc 13,1). También debía serlo Barrabás, pues el pueblo no lo habría reivindicado de no ser un patriota radical, y no un delincuente común.

 El gran historiador romano Tácito, hablando de la persecución de los cristianos ordenada por el emperador Nerón, dice: “Cristo, el fundador del nombre (religión), había sufrido la pena de muerte en el reinado de Tiberio, sentenciado por el procurador Poncio Pilatos, y la perniciosa superstición (el cristianismo) de momento se detuvo, pero resurgió de nuevo, no sólo en la Judea, donde había empezado aquella peste, sino en la misma capital (Roma)”. El año 36 fue destituido por el emperador, por la desmedida severidad con que había reprimido un alboroto.

 Esta historicidad de nuestra fe se traduce en una gran exigencia para los que la profesamos. Si nuestra fe es histórica, también ha de serlo nuestra respuesta. El cristianismo no es solo una actividad, como un ejercicio físico o psicológico que se practica un rato cada día, o de vez en cuando, buscando un relax, pero sin afectar a la totalidad de nuestra existencia. 

El cristianismo es una religión de tiempo completo. La fe cristiana compromete toda la existencia, la transforma y hace que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Aquel que vivió y murió por nosotros para que vivamos junto con él (1 Tes 5,10), que fue “un hombre para los demás hombres” (Bonhoeffer). Jesús no nos amó sólo de palabra, sino hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo tanto nosotros “no hemos de amar con frases y palabras, sino con hechos y de verdad” (1 Juan 3,18).

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