miércoles, 7 de agosto de 2013

Jean Kammerer 
y el barracón de sacerdotes 
en el campo de Dachau 
Un admirable ejemplo 
de espiritualidad y secularidad 
Jesus Martínez Gordo



Un recuerdo de este estilo (por supuesto, agradecido) es particularmente necesario en un tiempo como el nuestro en el que la involución eclesial activada (y padecida) durante los últimos treinta y cuatro años ha buscado “sacralizar” al cura, promoviendo una identidad presbiteral más atenta a Trento que al Vaticano II. Es preciso reconocer que, en muchos casos, lo ha logrado. Sobre todo, cuando los presbíteros han acabado recluidos en las sacristías y han hecho de semejante reducto el santo y seña de su espiritualidad e identidad presbiteral.
  


Jean Kammerer y el barracón de sacerdotes en el campo de Dachau: 
Un admirable ejemplo de espiritualidad y secularidad  


La justicia con los curas mayores me impulsa a recordar al francés Jean Kammerer, un presbítero diocesano secular que sobrevivió en el campo de concentración de Dachau y que ejerció su ministerio como articulación de presidencia, liturgia, palabra y secularidad desde la primacía de estas dos últimas dimensiones: “Id por el mundo y anunciad la Buena Nueva” de un Dios que ha rescatado al Crucificado de las garras de la muerte y que, desde entonces, se hace presente, de manera particular, en los crucificados de este mundo y de todos los tiempos (Cf. Mc, 16, 15). Estad presentes “en el mundo” sin confundiros con él; siendo, a la vez, caricia para los crucificados y aguijón para los victimarios (Cf. Jn. 17, 14-15).

Un recuerdo de este estilo (por supuesto, agradecido) es particularmente necesario en un tiempo como el nuestro en el que la involución eclesial activada (y padecida) durante los últimos treinta y cuatro años ha buscado “sacralizar” al cura, promoviendo una identidad presbiteral más atenta a Trento que al Vaticano II. Es preciso reconocer que, en muchos casos, lo ha logrado. Sobre todo, cuando los presbíteros han acabado recluidos en las sacristías y han hecho de semejante reducto el santo y seña de su espiritualidad e identidad presbiteral.

Quizá, por ello, es saludable recordar (a pocos meses de su fallecimiento) la trayectoria de Jean Kammerer, un cura diferente (y, por ello, “normal”) al impulsado durante una buena parte del período postconciliar. Y recordarlo como un testimonio interpelador, a la vez que estimulante, por su articulación de secularidad y espiritualidad [1].

***

El 25 de enero de 2013 informaba la prensa francesa de la muerte, el día anterior,  de J. Kammerer, un cura de 94 años, totalmente desconocido en las iglesias de habla española y, sin embargo, relevante para la historia del sacerdocio en el siglo XX por su reclusión (y testimonio) en el campo de concentración de Dachau durante el nazismo.

En 1995 J. Kammerer publica el Diario que había ido escribiendo en el llamado barracón de los curas en el campo de concentración de Dachau (“Mémoire en liberté. La baraque des prêtes à Dachau”). 

Él era uno de los más de 2.700 religiosos (2579 curas católicos, 109 pastores protestantes, 22 ortodoxos griegos, 8 viejos católicos maronitas y 2 musulmanes) que padecieron en sus carnes el campo de concentración de Dachau. 

            Ecumenismo en medio de la tragedia

El libro arranca con un prefacio de Jacques Prévotat en el que adelanta cómo todos los curas y religiosos de otras confesiones presos por el III Reich fueron agrupados (gracias a una intervención de la Santa Sede) en Dachau y cómo ocupaban el bloque 26, conocido como “el barracón de los curas”. Los sacerdotes polacos –hacinados en el barracón número 28- padecieron unas condiciones de vida mucho más penosas.

Jacques Prévotat subraya que en el libro de J. Kammerer se habla de cómo se vivía y se padecía en el bloque 26. Si bien es cierto, apunta, que la vida de los curas en Dachau conoció indudables “privilegios” (poder celebrar misa, tener una capilla o estar exentos de trabajos penosos), también lo es que padecieron todas las demás dificultades, desgraciadamente “normales” en un campo de concentración: hambre, frío, miedo, enfermedades, vejaciones, riesgo permanente de muerte y un largo etcétera. 

El autor de este prefacio invita, además, a no incurrir en ningún idealismo: también entre los curas aparecían las limitaciones propias de la condición humana, a pesar de que casi todos profesaran la misma fe. Y más, en una situación límite como les tocó padecer. 

Si algo positivo hubiera que extraer de esta trágica y, por otro lado, atípica situación, concluye Jean Prévotat, habría que retener la experiencia de ecumenismo que allí se vivió y el diálogo con la increencia. 

En Dachau, efectivamente, se sentaron las bases para un auténtico diálogo entendido no tanto como comunicación de ideas cuanto como compartición de vidas y experiencias. A partir de entonces, se hizo más patente que son éstas últimas las que posibilitan los acercamientos e intercambios ideológicos.

Un cura comprometido

Jean Kammerer arranca su narración en 1941, en el seminario universitario de Lyon. Allí conoció a dos superiores (Pierre Girard y Louis Richard), ambos contrarios al régimen de Vichy (por su connivencia con la ocupación alemana) y comprometidos en el ocultamiento de judíos. El instituto Yad Vashem de Jerusalén les concederá, años después, el título de “Justos” por su compromiso en favor de los judíos durante la guerra. 

A la sombra de estos maestros, Jean Kammerer tiene dificultades con el régimen de Vichy por difundir un panfleto en el que se apoyaba la negativa del presidente Roosevelt (10.V.1941) a aceptar que el pueblo francés hubiera aceptado libremente colaborar con una nación que le estaba oprimiendo económica, moral y políticamente.

El 24 de junio de 1943 es ordenado sacerdote y se le encomienda formar parte del equipo presbiteral de Montbéliard. 

Al año siguiente, será encarcelado e interrogado en los calabozos de la Gestapo por haber ayudado a esconderse a dos jóvenes. 

Camino de Dachau

A partir de este momento, comienza su particular y dramático éxodo hacia Dachau, lugar al que llega vestido (como otros compañeros curas) con una raída sotana el 29 de octubre. Les esperaban, recuerda J. Kammerer, los SS con sus perros lobos. Eran las 9 de la mañana. 

En el camino hacia el campo se cruzaron con personas que muy probablemente iban a misa y que no podían salir de su sorpresa al ver a sacerdotes entre los clasificados por la propaganda oficial nazi como “terroristas”. 

El autor cuenta cómo -una vez liberado- pudo hablar con el cura de Dachau sobre el grado de conocimiento que tenían de lo que estaba sucediendo en aquel recinto. Éste le comentó que “se sabía y no se sabía. En cualquier caso, no se hablaba de ello”.

El ingreso en el campo pasaba por una cuarentena degradante de tres semanas. Esta cuarentena sólo será aliviada por las visitas de algunos curas del bloque 26. Gracias a ellas, confiesa J. Kammerer, se animaba el espíritu, se fortalecía la paciencia, se tenía la oportunidad de comulgar y se recibía algún alimento suplementario.

“Una Europa en miniatura”

Finalizado el tiempo de la cuarentena, es destinado al barracón de los curas que Jean Kammerer describirá como “una Europa en miniatura”. 

La entrada en este singular barracón le permite percatarse de las dificultades lingüísticas existentes, así como tener conocimiento de las divisiones que se daban entre los curas polacos: formaban dos castas según su procedencia socioeconómica fuera pobre o rica (y más concretamente, propietario o no de tierras). De todas formas, matizará, es probable que estas consideraciones puedan ser un poco sumarias debido a la falta de comunicación existente. En este bloque también debía haber curas del talante de Maximilian Kolbe.

En Dachau no había rabinos. Éstos no recibieron el mismo trato que los sacerdotes de las restantes religiones. Tuvieron que compartir la suerte de sus hermanos judíos en Auschwitz o en Treblinka: la Shoah. Ya se intuía, apunta Jean Kammerer, que el trato a los judíos era particularmente sádico: hacia finales de abril llegó el último tren de deportados compuesto por judíos húngaros a quienes los SS habían dejado morir en los vagones.

Cuando empezaron a darse cuenta de su “privilegio” no faltaron las discusiones ni la perplejidad. No acababan de explicarse su situación. Concretamente, los curas alemanes se preguntaban por la contrapartida que hubiera podido obtener el gobierno del III Reich, en el caso de que hubiera habido alguna negociación con el Vaticano. 

Ésta sigue siendo una incógnita sin despejar del todo todavía en nuestros días.

“Privilegios” y miserias humanas

También en este peculiar barracón afloraban, como era de esperar, las miserias humanas. Jean Kammerer las va apuntando con particular delicadeza, cariño y dolor. 

Así, por ejemplo, los curas alemanes eran la mayoría dominante en el bloque 26. Y, a veces, a su mayoría cuantitativa se añadía cierto aire de superioridad. La pertenencia a un colectivo humano fuerte era importante. Ello permitía compartir las ayudas alimentarias y los libros que se recibían del exterior y, además, evitaba convertirse en el saco de los golpes o en el chivo expiatorio cuando algún comportamiento indebido (por ejemplo, un robo) no quedaba suficientemente esclarecido. 

Como curiosidad, Jean Kammerer también registra la existencia de un cura español, liberado el 29 de abril de 1945.

La ausencia de trabajo y la disposición de mucho tiempo libre permitían dedicarse a la oración y, sobre todo, a las conversaciones teológicas, eclesiásticas y políticas. 

Nosotros, apunta irónicamente J. Kammerer, éramos de los pocos que podíamos reírnos de la divisa que se podía leer en la entrada al campo: “Arbeit macht frei” (“el trabajo hace libre”). Solo discutiendo se podía combatir la desesperanza que poco a poco se iba apoderando, también, de los curas. 

Un tema que curiosamente fue objeto de bastantes diálogos fue el de la relación entre la Acción Católica y la parroquia. Jean Kammerer se refiere a este asunto en un par de ocasiones.

Un obispo entre los curas

La capilla y la vida que había a su alrededor justifica que dedique un capitulo a hablar de ella. La presencia de Monseñor Piguet, el único obispo que pasó por el campo, da pie a unas cuantas e interesantes páginas. Emocionante es la ordenación sacerdotal del diácono Karl Leisner, muerto en Munich el 12 de agosto de 1945 y beatificado por Juan Pablo II. 

Este capítulo finaliza haciéndose eco de cómo los curas alemanes contaban que estando un buen día uno de ellos solo y arrodillado delante del sagrario, entró un SS y, después de golpearle, le obligó a ponerse de rodillas delante de él. 

Imagen, escena y final de capítulo desgraciada y difícilmente superable en la carga simbólica  que presenta. 

¿Concentración o exterminio? 

En la sección siguiente proporciona algunos datos que avalan la calificación de este campo como “campo de muerte”: todos los días había entre cien y ciento cincuenta fallecimientos. Todos los días la misma “rutina. ¡Cómo nos habíamos habituado a este espectáculo!, confesará Jean Kammerer. Todos los días lo mismo y nosotros no prestábamos casi ni atención. Una vez liberados -que era lo que en verdad esperábamos- ¿nos provocaría todavía alguna emoción la vista de un muerto? ¿Nos quedarían lágrimas ante el fallecimiento de un cercano?”.

El tifus, la superpoblación, el hambre y el frío (no faltaron días con veinte grados centígrados bajo cero) fueron los mejores aliados de la política exterminacionista del III Reich. Propiamente hablando, Dachau no fue un campo de exterminio, pero surgen dudas (que no han podido ser erradicadas) sobre el empleo de una o varias cámaras de gas. Jean Kammerer se limita a aportar datos esclarecedores al respecto, esperando que el lector saque sus propias conclusiones.

La tensión, el drama, las últimas bestialidades de los nazis, el levantamiento de los internados y las difícilmente evitables venganzas de los últimos días tienen su capítulo propio. 

Liberación y “convalecencia para la memoria”

El 29 de abril de 1945 entran, por fin, los americanos en el campo y se inicia una liberación escalonada. 

Dramática es la visita que Jean Kammerer gira con su hermano Teófilo a los diversos departamentos del campo el 8 de mayo. Como conmovedora es su reacción ante tanta barbaridad: “Le vi, con todo lo médico que era, recular ante los barracones de la enfermería donde el estado de los enfermos era espantoso. Él me dijo: ‘Para, es suficiente’. 

Este capítulo termina, una vez más, con un comentario que es todo un símbolo: cuando finalmente puede regresar a su parroquia ya es verano. Es un tiempo de reposo y de recuperación de fuerzas. “De lo que pasó en el campo, me acuerdo. Pero tengo un vacío del verano del 45 y del año 46: también era necesaria una especie de convalecencia  para la memoria”.

Espiritualidad a la “sombra” de Dachau

El epílogo está dedicado a narrar, tan sobriamente como en los capítulos anteriores, de qué manera la experiencia de Dachau ha marcado los años posteriores de Jean Kammerer: haciéndole apostar por los débiles, por los enfermos, por el respeto de los derechos humanos, por la reconciliación franco-alemana y por el diálogo tanto ecuménico e interreligioso (en particular, con los judíos) como con los increyentes. 

No falta una oportuna y crítica reflexión sobre la justificación de la pena de muerte en el Catecismo de la Iglesia Católica: “una ocasión perdida por la autoridad doctrinal de la Iglesia para presentar un discurso profético que podría haber hecho moverse a la opinión pública por ejemplo en los Estados Unidos o en algunos países de África …”.

El testimonio de Jean Kammerer finaliza indicando cómo estos últimos años de su vida había pedido (y se le concedió) ejercer su ministerio como capellán, con un equipo de siete laicos, en un hospital de enfermos incurables: “un ámbito simbólicamente parecido al de los campos”; una tarea que desempeña como agradecimiento al “Amor de Jesús crucificado-resucitado” (…), particularmente “presente en la noche de los campos”.

El libro concluye con un dossier en el que se recoge toda la documentación a la que ha tenido acceso sobre el campo de concentración de Dachau y sobre las conversaciones que sobre dicho campo se mantuvieron entre el III Reich y el Vaticano.

Un testimonio sobrio y contenido

Si hubiera que resaltar algún aspecto crítico que superar, retendría la sobriedad del testimonio. Diríase que la preocupación por el rigor, por no inflar la barbaridad y la tragedia vividas hacen que J. Kammerer ofrezca una comunicación contenida y parca, con contadas consideraciones personales. Muy probablemente, por ello, se echa de menos un testimonio que, ceñido a los datos objetivamente recogidos, abundara en la comunicación de experiencias y reflexiones más personales. 

De todas formas, ésta no deja de ser una observación de tono menor cuando se recuerda toda la literatura que han suscitado el campo de exterminio de Auschwitz (símbolo, para la gran mayoría, de la desesperanza, de la derrota, de la indignidad, de la estupidez humana, del sometimiento y de la muerte) y Dachau (símbolo, para no pocos, de la esperanza, de la resistencia en la derrota, del diálogo, del ecumenismo, del levantamiento –cierto que hacia el final- y de la esperanza que brota, a pesar de todo, de la muerte). 

La comparación entre Auschwitz y Dachau sigue siendo, todavía en nuestros días, una fuente de inspiración y reflexión; por supuesto, que más allá de nuestras fronteras. Quizá, por ello, es bastante desconocida entre nosotros. Y probablemente, también por ello, Auschwitz sigue ocupando (sobre la base de testimonios más desesperanzados que el aportado por Jean Kammerer) un puesto capital en nuestro mundo simbólico y reflexivo. 

¿Habrá llegado ya el momento de reconsiderar estos dos campos en su aparente y dialéctica diferencia, así como en su incuestionable proximidad de horror, drama y degradación humana?

Si así fuera, el cura J. Kammerer tendría una palabra que decir.


[1] Se puede leer el artículo completo en SURGE 71 (2013) 675-676, pp. 115-125: Jesús Martínez Gordo, “Espiritualidad y secularidad. Jean Kammerer y el barracón de sacerdotes en el campo de Dachau”

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