lunes, 5 de agosto de 2013

De la metafísica a la filosofía de la religión
Itinerario intelectual de José Gómez Caffarena




Manuel Fraijó 
Razón y Fe

El pasado 5 de febrero de 2013 moría en Madrid el filósofo jesuita José Gómez Caffarena. El azar quiso unir su adiós definitivo con la fecha de su 88º cumpleaños; había nacido en Madrid el 5 de febrero de 1925.

Ha muerto, como se decía de algunas figuras bíblicas, "lleno de días"; sin embargo, Caffarena (todos le solíamos llamar por su segundo apellido) se llevaba bien con la vida y no tenía ninguna prisa por marcharse.

Los antiguos romanos pensaban que morir era "pasarse a la mayoría"; pero Caffarena amaba la minoría: su familia, su comunidad jesuítica de la calle Pablo Aranda, sus amigos, su modesta habitación, sus libros, su música. Se sentía "feliz" en este sencillo escenario. Como Unamuno, no quería morirse, ni "quería quererlo". Eso sí: a diferencia del torturado pensador vaco, Caffarena estaba reconciliado con el término "aceptación". Como su admirado Dietrich Bonhoeffer, aspiraba a armonizar la "resistencia" con la "sumisión"; era consciente de que en la vida es necesario reconocer ambas melodías: a las fechas de la "resistencia", marcadas por la creatividad intelectual, el vigor espiritual y la salud física, suele suceder la "sumisión", bien conocida por el declive de todo lo anterior; son días de eclipse, de paulatino deterioro, de pasividad, de lenta e inexorable llegada del final. Un final, la muerte, que Caffarena, desde su inconfundible talante cristiano aceptaba, pero no deseaba. Le gustaba la escueta definición cristiana de la muerte que nos legó otro gran jesuita, Karl Rahner: "Platz machen", hacer sitio. Los biógrafos de san Ignacio de Loyola informan de que murió "al modo común". Esta lapidaria concisión es aplicable también a la muerte, tan "normal" y carente de solemnidad, de Caffarena.

"Vive de tal forma que, cuando mueras, no mueras". Esta frase, regalo de san Agustín, es perfectamente aplicable a Caffarena. Para algunas culturas antiguas, la muerte solo acontecía cuando el difunto era olvidado; solo entonces, normalmente después de varias generaciones, pasaba a formar parte de los ancestros, del panteón de los antepasados; pero, mientras su recuerdo permanecía vivo en la memoria de los que le habían conocido, la muerte, por así decirlo, no entraba en vigor. El difunto era considerado un "muerto viviente".

En algún sentido continúa siendo así para nosotros: las personas tardan más en morir que en desaparecer. La desaparición del cadáver es necesariamente rápida, pero la muerte definitiva solo irrumpe cuando el olvido borra el recuerdo, tarea de la que se encarga el paso del tiempo, a veces muy lentamente. Será, creo, el caso de Caffarena: le recordarán, por largo tiempo, sus familiares, sus alumnos y discípulos de la Facultad de Filosofía de los jesuitas en Alcalá de Henares, de la Universidad Gregoriana de Roma, de la Universidad Pontifica Comillas, del Instituto de Filosofía del CSIC, del Instituto Fe y Secularidad, del Foro sobre el Hecho Religioso, de la Universidad Autónoma de Madrid, del Máster en Ciencias de las Religiones de la Universidad Comillas, y de tantas otras Instituciones y Centros de enseñanza superior en los que impartió su docencia. Tampoco le olvidarán fácilmente los vecinos de El Pozo del Tío Raimundo que, durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, lo veían acudir domingo tras domingo a "echar una mano" en su tarea pastoral y asistencial a los también jesuitas José María de Llanos y José María Díez Alegría. Sin contar, naturalmente, a tantas y tantas personas como acudieron a él en busca de dirección, consuelo y aliento. La persona de Caffarena quedará asociada para siempre a palabras tan antiguas y entrañables como amistad, sencillez, disponibilidad, acogida, serenidad. De los diferentes despachos que ocupó en su vida no salió nunca nadie sin un amable empujón para seguir afrontando las tareas y dificultades de la vida.

"El principal talante ético es el de la bondad", dejo escrito A. Machado. Bondad que transmitía Caffarena a los jóvenes estudiantes jesuitas que, a comienzos de los años sesenta, llegábamos cargados de preguntas y dudas sobre nuestro futuro religioso y vital a la Facultad jesuítica de filosofía de Alcalá de Henares. Bondad que compartía con un inolvidable claustro de profesores formado por José Hellín (visitado con frecuencia por Xavier Zubiri), Andrés Tornos, Luis Sanz Criado, Luis Martínez Gómez, Salvador Gómez Nogales, José Luis Gómez Muntán, Francisco Belda y Leovigildo Salcedo. Y, al frente de todos, nuestro Rector, Javier Múzquiz, paradigma de bondad y comprensión. Había mucha elegancia dentro de aquellos muros: las enseñanzas del pasado (la filosofía escolástica) que creíamos no poder aceptar como proyecto de vida, las incorporábamos como herencia cultural; pero escuchábamos las voces del pasado. Nietzsche no lo hizo y por ello, según Dilthey, "se arrancó una piel tras otra". No quiso traer a los dioses antiguos "a toda patria nueva". Es decir: olvidó la historia, pagando por ello un elevado precio personal.

Nosotros aprendimos de Caffarena, y de sus compañeros de claustro, a asumir serena y críticamente la herencia del pasado. El miró siempre con comprensión hacia atrás. En la dilatada historia de la que venimos descubría el esfuerzo intelectual y humano que hace posible nuestro presente. Era consciente de que, en los nobles temas del espíritu, la antorcha del saber debe circular de mano en mano, sin exclusiones ni olvidos cicateros. "Qué sea el hombre -escribió Dilthey- solo se lo dice su historia". Una frase que Caffarena suscribía sin reservas. El sabía que todo viene de muy atrás. No es posible pensar el futuro sin recordar el pasado. Solo esta paciente y compasiva memoria histórica libera de la tiranía del instante y de la tentación de repetir, acrítica y perezosamente, el último grito mediático, del que tampoco se libran los asuntos del espíritu.

Eso sí: en su laborioso esfuerzo por descifrar el enigma de la vida, Caffarena contó siempre con una ayuda que Dilthey conscientemente rechazó: la que ofrecen las milenarias tradiciones religiosas de la humanidad y, en concreto, la tradición cristiana. Es más: su matizada decantación por el dinamismo postulatorio kantiano nacía del convencimiento de que esta filosofía está íntimamente emparentada con el cristianismo. Y es que, en último término, Caffarena fue siempre un profundo creyente cristiano que descubría en el mensaje cristiano y en su gran protagonista, Jesús de Nazaret, la mejor respuesta a los acuciantes interrogantes de la vida de los seres humanos en la tierra. Una respuesta que, por supuesto, no nos ahorra la búsqueda ni la apuesta, pero que otorga a nuestras preguntas un carácter distendido, esperanzado, confiado incluso.

Formulado de otro modo: Caffarena filosofaba desde una gran matriz originaria, el cristianismo. En contraposición a Ortega, y en diálogo con él, defendió y practicó una filosofía creyente. Una filosofía creyente era, para Ortega, una filosofía sin mordiente, que simula buscar lo que ya ha encontrado. En La idea de principio en Leibniz, tal vez su obra más filosófica, sostiene que quien se lanza a filosofar es porque ha naufragado en la fe. Ortega encuentra "conmovedoramente extraños" a los escolásticos que, pudiendo navegar en el "hermoso transatlántico" de su fe, se empeñan en imitar al pobre náufrago, al filósofo, que tiene que recurrir a la filosofía, a las ideas, para sobrevivir. Caffarena fue siempre sensible a esta objeción, le preocupó incluso. Pero, al mismo tiempo, experimentaba personalmente que el filosofar del creyente no es un plácido "como si", una cómoda ficción. La creencia cristiana no ahorra el pensamiento ni el fragor de las ideas. Existen incluso temas, como el enigma del mal, en los que se torna más laborioso filosofar desde la creencia que desde la increencia. No es, en efecto, fácil compaginar la existencia de un Dios bueno y omnipotente con los estragos del mal en el mundo.

Caffarena parecía, pues, seguir el lema de uno de sus filósofos preferidos, Maurice Blondel: "Viviendo como cristiano, pensar como filósofo". Fue siempre, lo acabamos de indicar, un filósofo cristiano. Con frecuencia repetía la frase de san Agustín:"Donde encontré la verdad, allí encontré a mi Dios". Y en la primera página de su obra principal, El enigma y el misterio. Una filosofía de la religión (2007) reproduce una de sus citas bíblicas más queridas:"A Dios nunca lo ha visto nadie. Si nos amamos, Dios está en nosotros" (1 Jn 4,12). Muy pronto le resultó "insatisfactorio" el tradicional enfoque escolástico de la filosofía -escribió su tesis doctoral sobre Ser participado y Ser Subsistente en la Metafísica de Enrique de Gante (l958)- y, en consecuencia, se adentró en nuevas formas de pensar y de sentir. Su búsqueda de la verdad ha sido profundamente humanista. Kierkegaard avisaba -el inquieto danés se pasó la vida avisando- de que la razón filosófica es "el ama seca de la vida; vigila nuestros pasos, pero no nos amamanta". De ahí que Caffarena, siguiendo los pasos de María Zambrano, se abriese a una "razón con entrañas", a una razón "que no humille a la vida", en definitiva a una "razón poética" o, como quería Ortega, a una "razón vital". Una de sus últimas lecturas fue la Etica de la razón cordial, de Adela Cortina. Como Bloch, Caffarena se propuso "engalanar" el concepto de razón dispensándolo de conocidas estrecheces escolásticas y familiarizándolo con la herencia utópica, simbólica, histórica y humanista. Ese fue el sello de su personal y honesta búsqueda de la verdad.



 Al comienzo, la metafísica 

Caffarena no comenzó su andadura filosófica como filósofo de la religión -tarea a la que dedicó las últimas décadas de su vida-, sino como catedrático de metafísica. Y, desde el comienzo, interpretó la metafísica "como un sistema de preguntas, más que de respuestas" (José L. López Aranguren). Fue, eso sí, un metafísico vigilante frente a todo lo que se movía en el ámbito del pensamiento: tradición escolástica, existencialismos, filosofía analítica, filosofía del lenguaje, estructuralismos, debate modernidad-posmodernidad. Mantuvo siempre una especie de proximidad distante frente al rápido sucederse de las corrientes filosóficas y culturales. Nunca se adhirió por completo a ninguna de ellas, ni siquiera a la representada por su "alter ego", I. Kant. Hay que reconocerlo: Caffarena, tan ajeno al espíritu nietzscheano, parecía compartir con el filósofo de Sils Maria la aversión al término "adhesión total". Es conocido que Nietzsche no quería adherirse, al menos en teoría, ni siquiera a si mismo.

Me vienen al recuerdo las clases de metafísica que, allá por el año 1963 del siglo pasado (Caffarena tenía entonces 38 años) recibimos en Alcalá de Henares. Por aquellos años, Caffarena era un docente apasionado y un competente pedagogo. Tomaba muy en serio nuestras ocurrencias de principiantes; en sus clases nos sentíamos "alguien". Es posible que su docencia, tan viva y atractiva, haya dado lugar a bastantes vocaciones filosóficas (que no necesariamente se tienen que "traducir" en profesores de filosofía).

Todo empezaba por la Metafísica fundamental (aparecida como libro en 1969). Era una especie de antropología existencial fundamental en diálogo con la cultura contemporánea. Su centro era el ser humano, pero, "engalanado" (para decirlo con un término muy blochiano). Se trataba de un ser humano abierto al amor, la libertad, el lenguaje, la solidaridad. Un ser humano "radicalmente inquieto", al que Nicolás de Cusa llegó a llamar "secundus Deus". Buscábamos descripciones logradas de nuestra generosa imagen de lo humano; las encontrábamos en Camus, Sartre, Jaspers, Marcel, Heidegger, cuyos escritos nos fascinaban. Eran, no hay que olvidarlo, los días del existencialismo. Algunos años después, al revisar el libro para una segunda edición, Caffarena constató:"me hiere su asertividad". Es cierto, se trata de una obra que transmite bastante contundencia y seguridad. Y es que a los pacíficos lares de Alcalá de Henares no había llegado aún en toda su crudeza la filosofía de la sospecha.

Pero no todo quedaba en logradas descripciones de lo humano. Enseguida hacía su aparición la Metafísica trascendental (publicada en 1970). En ella se acudía a la argumentación postulatoria: la inquietud radical no podía frustrarse, exigía realización. Goethe recomendaba a los buscadores del Infinito que corriesen tras lo finito en todas direcciones, pero nosotros rechazábamos ese rodeo: deseábamos acceder directamente al Infinito. Dicho de otra forma: íbamos a la caza de las mayúsculas: Amor, Conocimiento, Libertad, Inquietud, Sentido. No nos resignábamos a ser una "pasión inútil" (Sartre) en pos de metas inexistentes. Se imponía la afirmación de lo Absoluto metafísico. La sed (metáfora de R. Garaudy) probaba la existencia de la fuente o, al menos, del agua. ¿Qué sentido tendría tener sed si no existiera el agua? Entonces sí que saldría victoriosa la "pasión inútil".

Finalmente: La Metafísica religiosa (1970) intentaba dar el salto de lo Absoluto metafísico a lo Absoluto religioso personal, caracterizado por las mayúsculas que tan denodadamente habíamos buscado en la Metafísica trascendental: Amor, Libertad, Conocimiento, Sentido. Por fin se pronunciaba la palabra largamente intuida: "Dios", un Dios "misterio agraciante", creador y destino último de la historia humana. Era el momento en el que hacían su aparición las religiones no cristianas. "Mi Salvador existe, me lo ha enseñado la historia de las religiones", leíamos en N. Söderblom. Pero la presencia del abigarrado mundo de las religiones y de otros retos sociales y culturales demandaba nuevas formas de argumentación que desbordaban las posibilidades de las metafísicas. Fue así como Caffarena comprendió que debía abrirse a la filosofía de la religión.



 Y, al final, la Filosofía de la religión. 

Siempre me llamó la atención que Caffarena no iniciase su obra El enigma y el misterio. Una filosofía de la religión (2007) con una introducción, o un primer capítulo, explicando la esencia y el discurrir histórico de la materia. Al comentárselo, concedía que debería haberlo hecho, pero no lo lamentaba en exceso. En realidad estaba convencido de que la mejor introducción a su filosofía de la religión eran sus metafísicas; opinión que, como muestran estas líneas, comparto ampliamente. La filosofía de la religión es hija de la Ilustración europea y, por tanto, un acontecimiento tardío de nuestra cultura; la metafísica, en cambio, nos acompaña desde nuestros más remotos orígenes. Caffarena quiso vincularlas y, de hecho, a su libro El enigma y el misterio se vuelven a asomar los grandes temas de la metafísica, sobre todo en los cuatro últimos capítulos, en los que analiza la "plausibilidad filosófica de la fe en Dios".

El nombre de "filosofía de la religión" es creación, precisamente, de otro jesuita, Sigmund von Storchenau, catedrático de metafísica y lógica en la universidad de Viena. Utilizó por vez primera el término en 1784. Ni Hume ni Kant emplearon tal denominación, a diferencia de Hegel que encontró el uso del concepto ya consagrado. Eso sí: Kant, el padre indiscutible de la nueva disciplina, recurrió al término equivalente philosophische Religionslehre (estudio filosófico de la religión). Recomendaba encarecidamente que, después de los estudios teológicos, se abordase el estudio de la filosofía de la religión siguiendo su libro (La religión dentro de los límites de la mera razón) u otro mejor "si se encontrare". Lo importante para Kant era que la teología y la filosofía fuesen conscientes de que se necesitan mutuamente. Como formuló nuestro Unamuno "ni hay religión sin alguna base filosófica ni filosofía sin raíces religiosas; cada una vive de su contraria. La historia de la filosofía es, en rigor, una historia de la religión" (Del sentimiento trágico de la vida, p. 93).

S. von Storchenau solo fue el afortunado creador de una denominación feliz. Pero personalmente continuó bien instalado en la teología natural ignorando su propio hallazgo. En general ni la teología ni la filosofía católica del momento colaboraron a la transformación de la teología natural en filosofía de la religión. Era grande el temor de que se marginase la revelación; además, ni la Ilustración, ni su principal representante, Kant, eran bien vistos por el mundo católico. El catolicismo, agobiado de preocupaciones apologéticas, temía que sus dogmas saliesen malparados. Nacieron fuertes reservas frente a la argumentación filosófica ilustrada, profana, ajena a la tradición católica. Se prefería el argumento de autoridad y el acatamiento del legado bíblico literal. Sin embargo, la investigación histórico-crítica no se detuvo ante las páginas sagradas y las sometió a novedosas interpretaciones que facilitaron el nacimiento de la filosofía de la religión.

A este nacimiento contribuyó también el "giro antropológico" alumbrado ya en el siglo XV. Nicolás de Cusa llegó a llamar al hombre un "segundo dios". Todo se remitía a la subjetividad humana. Hegel constató "cansancio de lo divino", y se propuso centrarse en el otro polo de la religión, en el hombre. Un hombre que la época ya no consideraba como un ser abstracto. Al contrario: se le asociaba con palabras como símbolo, experiencia, intuición, contemplación, sentimiento. Lo importante, dirá D.F. Strauss, es "lo que yo siento". Los nombres de Lessing, Herder y, sobre todo, Schleiermacher se convierten en paradigmáticos. Se da una concentración antropológica sin precedentes. El concepto de "búsqueda humilde de lo relativo" (Lessing) gana la partida a la acumulación de seguridades de las épocas precedentes.

Hubo otro gran acontecimiento que favoreció el surgir de la filosofía de la religión: el descubrimiento de las religiones no cristianas. Viajeros, historiadores, misioneros, antropólogos y etnólogos informaban con todo género de detalles sobre la inquietante pluralidad de religiones existentes en le nuevo mundo. Las semejanzas con el cristianismo eran asombrosas. Se imponía, pues, la tarea de indagar si también ellas eran religiones verdaderas. No se quería caer en la "tiranía del único anillo" (Lessing), es decir, en un etnocentrismo manifiesto. Se comenzó a vislumbrar la posibilidad de que el cristianismo tuviese que renunciar a su siempre acariciado carácter absoluto.

Y es que la época se llevaba mal con los absolutos. El pensamiento dogmático vivía horas bajas. Los descubrimientos geográficos ensancharon horizontes y relativizaron herencias culturales. Se dio un generalizado despertar de viejos sueños dogmáticos. Lutero y su bien trabada Reforma protestante hicieron el resto. Corrió la inquietud, todo se tambaleaba. El cristianismo nunca se había visto sometido a una crisis similar. Crisis que estalló en las guerras de religión que asolaron Europa y que nadie fue capaz de evitar.

Salta a la vista que no era posible afrontar semejantes retos desde la benemérita teología revelada ni desde la compacta teología natural. Se recurrió entonces a una nueva forma de argumentar más libre, entrecortada, perpleja y titubeante que las anteriores. Hoy diríamos que murió un paradigma (el de la teología revelada y la teología natural) y surgió otro: el de la filosofía de la religión. En realidad, los temas continuaron siendo los de siempre: Dios, el sentido de la vida, la existencia fáctica del mundo, el mal, el sufrimiento, la felicidad y la muerte; pero cambió el estilo de filosofar: el viejo aplomo dogmático hizo sitio a la indagación abierta e insegura.

De estos y de otros muchos avatares de la filosofía de la religión da cuenta detallada la obra de Caffarena, especialmente El enigma y el misterio. No es el momento de informar sobre el contenido de las setecientas páginas de esta obra, sin duda su obra maestra, pero desearía, para concluir, evocar dos temas que, personalmente, valoro de forma especial.



 Reivindicación del término "misterio" para la filosofía 

Esta reivindicación reviste una cierta novedad. En general, la filosofía no suele apelar abiertamente al misterio. Y, desde luego, no es frecuente que remita al misterio de Dios. A lo sumo se referirá al misterio del universo o al misterio del hombre; es el caso de Pascal. Tampoco en Kant es decisiva la presencia del término "misterio"; y Hegel ha sido repetidamente acusado de convertir el cristianismo en una religión sin misterios. Es más: ni siquiera en santo Tomás de Aquino posee la palabra "misterio" categoría de término técnico. Y es conocida la incomodidad de Ortega frente al misterio. La filosofía, repetía el filósofo madrileño, es "logos", "habla"; su misión es desvelarlo todo, ser "secreto a voces"; no debe, pues, encariñarse con el misterio y, menos aún, entonar sus loas. De ahí la preferencia de Ortega por el teólogo frente al místico. Y es que este último se sumerge en el misterio y nos remite a lo inefable, a lo nunca visto ni oído. El teólogo, en cambio, balbucea algunos contenidos y transmite algún saber sobre Dios. 

Sin embargo, Caffarena era consciente de que determinadas filosofías, incluso sin mencionar el misterio, se adentran muy hondamente en él. Es el caso de los hombres de la vieja Escuela de Frankfurt con sus melancólicos y desesperanzados alegatos en favor de un sentido final que alcance a las víctimas de la barbarie intrahistórica. Es posible que Caffarena pensara en ellos cuando escribió: "Quizás es un Misterio último lo que se deja entrever desde el enigma". Desde el enigma, es decir, desde la vida humana, desde la naturaleza y desde la realidad en su conjunto. Sin la apelación al misterio, pensaba Caffarena, se torna imposible hablar responsablemente de Dios. Como su admirado K. Rahner, Caffarena otorgaba al Misterio la última palabra. Y, de nuevo como Rahner, Caffarena creía que esa última palabra debe ir precedida de muchas otras palabras previas. En otros términos: la apelación al Misterio no nos debe ahorrar el esfuerzo conceptual, tan elogiado por Hegel. Nunca se debe precipitar la aparición el misterio en los esfuerzos filosófico-teológicos. Caffarena habría asentido sin restricciones a la siguiente frase de Gershom Scholem: "Si el sentimiento de que el mundo esconde un misterio desaparece alguna vez de la humanidad, todo habrá acabado. No creo, en cualquier caso, que lleguemos tan lejos" (Hay un misterio en el mundo. Tradición y secularización, Trotta, 2006, p. 119). A pesar de los inevitables encuentros con el mal que una vida de 88 años ocasiona, Caffarena mantuvo su acendrado optimismo antropológico hasta el final de sus días. Sin duda, La entraña humanista del cristianismo, que tan certeramente evocó, le ayudó a ello. "El cristianismo, escribió, tiene el inmenso acierto a su favor de presentarse como la tradición de un ser humano que afrontó el mal con enorme dolor, pero con prevalente esperanza". (El enigma y el misterio, p. 679). A la esperanza dedicamos nuestras últimas líneas.



 La esperanza como horizonte último 



En el frontispicio de El enigma y el misterio cita Caffarena un texto kantiano de Los sueños de un visionario... por el que sentía especial predilección:"La balanza de la razón no es del todo imparcial: el brazo que apunta ‘esperanza de futuro' goza de ventaja para remontar teorías de mayor peso que actúen en el otro. Es la única inexactitud que no podría, ni tampoco quiero, corregir". Tampoco Caffarena quiso corregir dicha inexactitud. El enigma y el misterio es un canto a la esperanza, pero un canto austero y contenido, como deben serlo los del "siglo más cruel de la historia conocida" (H. Arendt), en el que le ha tocado vivir a Caffarena. Es una esperanza que no permite más adornos que los "crespones negros", evocados por Bloch.

En la filosofía de Caffarena hay siempre un "finalista" seguro: el mal y sus terribles concreciones históricas; pero, al mismo tiempo, es visible su esfuerzo para que Dios se alce con el "primer premio". Siempre se vislumbra una luz final que pondrá fin a tanta tiniebla intrahistórica. Es la esperanza con la que se cierra su libro El teísmo moral de Kant: "En su secular esfuerzo moral, y pese a sus fracasos, la Humanidad se merece que no sea fallida su esperanza: se merece que exista Dios" (p. 247). Ahora que Caffarena se ha ido, se lee con especial emoción el comentario que J. Muguerza dedicó a esta afirmación: "Quien de veras se merece que exista Dios es ese hombre excelente, además de finísimo intérprete de la filosofía de Kant y cumplido filósofo él mismo, que es José Gómez Caffarena" (Desde la perplejidad, p 610).

En su búsqueda de aliados en favor de la esperanza, Caffarena acude a la historia de las religiones. Bien sabía él que estas tematizan "la historia del sentido de la vida". Hablar de religiones es evocar "búsquedas anhelantes" y "encuentros esperanzados"; es recordar pueblos, culturas y civilizaciones que buscaron denodadamente un "cuadro inteligible del mundo" (P. Winch). Fueron gentes que se preguntaron por qué habían nacido y por qué tenían que morir, por qué a la zozobra de la vida seguía la quietud de la muerte. Caffarena, a pesar de las noches oscuras que su fe experimentó, se mantuvo fiel a la esperanza:"No es ninguna necedad ni locura esperar". (El enigma y el misterio, p. 681). Y añadía:"El enigma que somos puede tener en el misterio al que abren las religiones una clave para una esperanza fundada" (ibíd...)

Lo hemos indicado más arriba: Caffarena no deseaba irrupciones fáciles del hecho cristiano en su filosofía. Reconocía, por supuesto, ser "un creyente cristiano", pero, al mismo tiempo, vivía "la dramática ponderación entre el sí y el no" a la fe cristiana. Y hubo en su vida un factor decisivo que inclinó la balanza hacia el sí: Jesús de Nazaret. Lo dejó plasmado en estas palabras:"El cristianismo tiene el inmenso acierto a su favor de presentarse como la tradición de un ser humano que afrontó el mal con enorme dolor, pero con prevalente esperanza". (ibíd. 679).

Afirmaba A. Camus que la aceptación de la promesa cristiana de salvación mediante la resurrección final era una especie de "suicidio filosófico". Tal promesa, aseguraba, excede los límites de la filosofía. Caffarena habría respondido a Camus que también sería un "suicidio filosófico" olvidar a las víctimas de la historia y no postular para ellas ese imposible-necesario que es la salvación escatológica.

"Postular", término kantiano por excelencia, fue una de las palabras que con más asiduidad pronunció y escribió Caffarena. Un postulado es una exigencia firme, pero profundamente humilde. Es la humildad desde la que Caffarena postuló siempre un sentido final. Ahora ya sabrá más de todo esto. Decía Romano Guardini que, cuando estuviese delante de Dios, le formularía muchas preguntas a las que no había encontrado respuesta en la vida. No me imagino a Caffarena preguntando mucho. Era, más bien, hombre de silencios y de miradas elocuentes. Un proverbio árabe dice que quien no entiende una mirada tampoco comprenderá prolijas explicaciones. Lo propio de Caffarena era comprender sin muchas palabras. Sin embargo, el maestro y el amigo nos ha dejado en herencia su obra, sus escritos, su amistad, su bondad, su fe, su recuerdo, su forma de vivir y morir. ¡Buen bagaje para su último viaje! Gracias, querido Pepe

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