jueves, 1 de agosto de 2013

celebración y compromiso

Leonardo Boff



            En el pensamiento social y filosófico el tema de la fe no está en alza. Antes por el contrario, la mayoría de los pensadores, tributarios de los maestros de la sospecha e hijos de la modernidad, entiende la fe como expresión del pensamiento arcaico y mítico, a contracorriente del saber científico.
            Sea como sea que se interprete la fe, el hecho es que está ahí y moviliza a millones de jóvenes venidos de todo el mundo para la Jornada Mundial de la Juventud, además de otros miles que acudieron para ver al nuevo Papa Francisco. Sospecho que ninguna otra ideología, causa o líder que no sea religioso consigue traer a las calles a tan numerosa multitud. ¿Puede decirse responsablemente que lo que hay ahí es alienación y arcaísmo?
            Tal hecho nos lleva a reflexionar sobre la relevancia de la fe en la vida de las personas. El conocido sociólogo Peter Berger mostró en su Rumor de ángeles: la sociedad moderna y el redescubrimiento de lo sobrenatural (1969) la falacia de la secularización que pretendió haber borrado del espacio social la religión y lo sagrado. Ambos han adquirido nuevas formas pero siempre han estado presentes, porque están enraizados profundamente en las demandas fundamentales de la vida humana.
            Imaginar que un día el ser humano abandone totalmente la fe es tan inverosímil como esperar que nosotros para no ingerir alimentos quimicalizados o genéticamente modificados dejemos de una vez por todas de comer. Quiero abordar la fe en su sentido más básico, antes de las doctrinas, dogmas y religiones, pues ahí aparece en su densidad humana.
            Hay un dato prerreflejo que subyace a la existencia de la fe: la confianza en la bondad fundamental de la vida. Por más absurdos que haya –y los hay casi en demasía– el ser humano cree que vale más la pena vivir que morir. Doy un simple ejemplo: el niño despierta sobresaltado en plena noche, grita llamando a su madre porque la pesadilla y la oscuridad le dieron mucho miedo. La madre lo abraza, en gesto de magna mater, lo acaricia y le dice: “mi amor, no tengas miedo; todo está bien, no pasa nada”. El niño, entre sollozos, recupera la confianza y al poco tiempo vuelve a dormir tranquilo. ¿Estará la madre engañando al niño? Porque no todo está bien, y sin embargo, sentimos que la madre no está mintiendo al niño. A pesar de las contradicciones existe la confianza de que un orden básico permea la realidad. Un orden que impide que el absurdo tenga la primacía.
            Creer es decir “sí y amén” a la realidad. El filósofo L. Wittgenstein podía decir en su Tractatus logico-philosophicus: “Creer es afirmar que la vida tiene sentido”. Este es el significado bíblico para fe –he’emin ou amam– que quiere decir: estar seguro y confiante. De ahí viene “amén” que significa: “así es”. Tener fe es estar seguro del sentido de la vida.
            Esta fe es un dato antropológico de base. No pensamos en él, porque vivimos dentro de él: vale la pena vivir y sacrificarse para realizar un sentido que valga la pena.
            Decir que este sentido de la vida es Dios es el discurso de las religiones. La fe es una luz. Pero como escribió el Papa Francisco en la encíclica Lumen Fidei: “La fe no es una luz que disipa todas nuestras tinieblas sino una lámpara que guía nuestros pasos en la noche. Y eso basta para el camino”.
            Decir que ese sentido, Dios, se acercó a nosotros y asumió nuestra carne caliente y mortal en Jesús de Nazaret es la lectura de la fe cristiana. En nombre de esta fe en Jesús muerto y resucitado se reunieron esos miles de jóvenes y acudieron más de dos millones de personas a Copacabana.
            Entre otros rasgos del carisma del Papa Francisco está su fe cristalina que lo hace tan despojado, sin miedo (lo que se opone a la fe no es el ateísmo sino el miedo), que busca estar cerca de las personas especialmente de los pobres. El inspira lo que es propio de la fe: la confianza y el sentimiento de seguridad.
            Hizo una proclamación importante, verdadera lección para muchos movimientos en Brasil: la fe tiene que tener los ojos abiertos a las llagas de los pobres, estar cerca de ellos, y las manos activas para erradicar las causas que producen esta pobreza.
            En esta Jornada el Papa Francisco puso especial énfasis con los curas y obispos en una evangelización cercana al pueblo, en la sencillez y la pobreza, sin estilo principesco. Volvamos al tema de la fe humana. Cuántos son los que se presentan como ateos y agnósticos y sin embargo tienen esa fe en el sentido de la vida y se empeñan para que sea justa y solidaria. Tal vez no la confiesan como fe en Dios y en Cristo. No importa, pero la base subyacente a esta fe en Dios y Cristo está allí presente sin ser dicha.

            Esta fe básica impone límites a la posmodernidad vulgar, que se desinteresa de una humanidad mejor y no se compromete solidariamente con el destino trágico de los que sufren. Otros, viendo el fervor de la fe de los jóvenes y su conmoción hasta las lágrimas, sienten tal vez nostalgia de su infancia. Y ahí pueden surgir impulsos que los animen a vivir la fe humana fundamental y quién sabe si se abrirán hasta la fe en Dios y en Jesucristo. Es un don, pero es el don de una conquista. Y entonces se abre un mayor sentido para una vida más feliz.

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