domingo, 9 de marzo de 2014

Tatuaje en braille

Alba del Toro se fue a Anantapur con su perro Torry a convivir con mujeres como ella, ciegas

Su diario no solo es un documento excep­cional sobre su experiencia sino que recorres su vida como una alegre insurgen­cia, como una victoria de la humanidad


Centro de niños discapacitados / ÁNGEL LÓPEZ SOTO
Parte de la memoria de Gulab son las manos de Alba. Manos que recorren sus cabellos, que la enseñan a pei­narse. Manos que son cuencos de agua. Manos que tra­zan surcos suaves, que maquillan. Manos que la llevan por los tejidos. Para reconocer su ropa. Manos que dis­tinguen las plantas, las flores, los árboles. Manos que cuentan un cuento, reconstruyen un paisaje, poblado de personas, animales, aves, en el relieve de un dibujo. Manos que pueden lo que parecía imposible. ¡Vamos a jugar a la pelota! Un cascabel en el aire. Se aleja, se acerca. Está en tus manos. Es la pelota. Gulab aprendió mucho con Alba. No olvida su voz. Su voz que iba te­jiendo poco a poco, así, bien, más rápido, la lengua telugu, a partir de un viejo libro que encontró en la biblioteca y que le transcribieron al braille. Telugu aprendido con las yemas de los dedos. Los ojos de Alba son las manos. La memoria de Gulab son las manos de Alba. Y su voz. Y su olor. Cómo va cambiando la quí­mica de su piel. Al llegar, era muy diferente.
Hay un momento extraordinario en Los colores del sueño, el diario queAlba de Toro escribió de su perío­do como profesora en Anantapur conla Fundación Vicente Ferrer (RDT). Destila una especie de felicidad clandestina: "Me encanta el olor de esta gente. Una mezcla de especias, paja y sudor... ¡Creo que ya huelo igual!".
El acercamiento entre el yo y el nosotros es un proceso motriz en algunas magistrales obras litera­rias. En Las uvas de la ira, por ejemplo, en un capítu­lo, el XIV, que tiene aliento de manifiesto, John Steinbeck ilumina la noche del campamento de emi­grantes. Hay murmullos, crepitar de brasas, llantos de niños y las sombras van aproximándose, recono­ciéndose hasta compartir lo que tienen.
"Los dos hombres acuclillados en la vaguada, la pequeña foga­ta, la carne de cerdo hirviendo en una sola olla, las mujeres silenciosas, de ojos pétreos; detrás, los niños escuchando con el alma las palabras que sus mentes no entienden. La noche cae. El pequeño está resfriado. Toma, coge esta manta. Es de lana. Era la manta de mi madre, cógela para el bebé. Esto es lo que hay que bombardear. Este es el principio: del yo al nosotros".
Hay algo diferente, de una extrema sutileza, en la forma en que se describe ese encuentro en el diario que Alba de Toro escribió con ese título, Los colores de un sueño, durante su estancia como profesora en el cen­tro de educación especial de Anantapur. Ese grito que expresa una fraternidad que implica a los cuerpos y al paisaje: "¡Creo que ya huelo igual!".
El diario de Alba no solo es un documento excep­cional sobre la vida y la experiencia de una persona ciega de nacimiento ("No tengo ningún resto visual y no recuerdo el momento en que fui consciente de esto"), de su aprendizaje y evolución sensorial e inte­lectual. Recorres su vida como una alegre insurgen­cia, como una victoria de la humanidad, ayudada por Tory, el perro labrador que la acompañó en Ananta­pur. Pero también dice más que mil campañas publici­tarias sobre la calidad humanística del trabajo educa­tivo de la Fundación. Es una pedagogía que nunca se desprende del principio de realidad. Podríamos decir: una pedagogía que duerme en el suelo. "¡Qué bien se duerme en el suelo!", anota Alba. Podríamos hablar de nuevas tecnologías. En Anantapur, en los centros del RDT, niñas y niños ciegos aprenden el uso de las nuevas tecnologías. No pocas veces van a la vanguar­dia. En Hyderabad o en Bangalore, ciudad de referen­cia de la innovación informática en la India, el paso por estas escuelas es apreciado en el historial profesio­nal. Pero hay otro momento magnífico en las memo­rias de Alba. El día que tiene que madrugar para aprender a ordeñar una vaca:
"Voy a dejar de escribir. Mañana me despertarán a las 5:30 para ordeñar la vaca".
En los centros educativos del RDT se enseña a or­deñar una vaca. Ese hilo de leche es otro principio de realidad. Las vacas vuelven a ser sagradas. Pero no solo en el plano simbólico. Pueden sostener una fami­lia. Dos vacas o dos búfalas de leche pueden significar ingresos suficientes para que los hijos puedan estudiar. Castelao habló un día de la Santísima Trinidad: la vaca, el pez y el árbol. Y añadía que si existieran mo­nedas de una Federación Mundial deberían estar acu­ñadas con esos símbolos. Cuando era estudiante, una de las mejores lecciones de periodismo fue cuando co­mentamos el descrédito en que había caído un impor­tante político en Francia que no supo responder a la pregunta de cuál era el precio una barra de pan. ¿Cuán­tos de nuestros políticos, incluso ministros de Agricul­tura o Educación, sabrían responder a la pregunta de cuántas ubres tiene una vaca? Deberían ir a Ananta­pur, a aprenderlo.
En el Rig Veda se dice: "Y esta plegaria del cantor que se expandió sin cesar / devino una vaca que estaba allá antes del comienzo del mundo". Gandhi escribió un día que amar una vaca "lleva al hombre más allá de su especie... gracias a la vaca, el ser humano es llamado a tomar conciencia de su identidad con todo lo que vive". En la cultura maya, el nombre de la Vía Láctea era la Alameda de la Vaca. En la cultura india, la diosa Krishna fue en otro tiempo una joven vaquera.
El ordeño de la vaca es comparado a la existencia del mundo. EnMythes et symboles dans l’art et la ci­vilisation de l’Inde, Heinrich Robert Zimmer escribe: "La porción que se manifiesta como el mundo no es más que el producto de un solo ordeño de la sublime fuente, la gran vaca moteada".
¡Y aún hay quien duda de que las vacas son sagradas!
Tienes la sensación de que Alba escribe con un ca­leidoscopio. Que ese caleidoscopio crea una fosfores­cencia en el papel con olor a incienso y a jazmín. Hay una fusión de los sentidos, una sinestesia, que le da una corporeidad a las palabras. También parece que hue­lan a especias, paja y sudor. Pero el principio de reali­dad no le lleva a ignorar otras identidades incómodas. Si tuviese que describir Anantapur, anota Alba, sería por el ruido enloquecido de los pitidos de los cláxo­nes. Y por otros olores indeseados: "¡Qué manía tiene todo el mundo de quemar la basura!".
La ceguera puede ser muy comunicativa. Un día Alba conoció a Mahadebi. Iba en el mismo rickshaw con otros pasajeros. Y a una velocidad endiablada, como suele ser. O que lo parece, por el sonido compul­sivo del claxon y el mareo de los bandazos o los giros imposibles. El caso es que el conductor detuvo la má­quina de repente. Tal vez no tenía permiso y notó que la policía rondaba por ahí. No dio explicaciones. Los pasajeros se quedaron en tierra. Alba oyó unas palabras. Eran de una muchacha joven. Le preguntó si sa­bía cómo llegar a la estación de autobuses. Sí, claro que lo sabía. Ella se llamaba Mahadebi y se ofreció a guiarla. Caminaron juntas. Cuando se acercaban a la estación, Mahadebi tropezó con un obstáculo. Tam­bién ella era ciega. Iba a la estación a pedir limosna. Y a prostituirse.
En el libro Vicente Ferrer. Rumbo a las estrellas, con dificultades (RBA), el escritor Manuel Rivas siguió las huellas del famoso cooperante nacido en Barcelona (1920-2009) desde su adolescencia republicana en España hasta su lucha para transformar la desértica Anantapur, en India, en un territorio de esperanza. La clave de esa revolución del siglo XXI ha sido el situar a la mujer en el corazón y la vanguardia de la comunidad. Aquí se cuentan en primera persona algunos testimonios de ese tránsito: entre la opresión y la re-existencia.
Retratos de ocho mujeres de la mano del fotógrafo Ángel López Soto.

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