Desde el principio, el papa Francisco sorprendió y abrió espacio a la esperanza. No hay duda de que ha cambiado el estilo del Papa, rompiendo con el autoritarismo y la sacralidad que impregnaron a muchos papados anteriores. El papa Francisco optó por humanizar el Papado, después de siglos de un proceso de divinización, y por despapalizar la Iglesia. Ya no era sólo él quien bendecía, sino el pedía ser bendecido.
Pidió y sigue pidiendo que se rece por él, subrayando su debilidad y la necesidad que tiene de todos, para dar una perspectiva evangélica a la Iglesia. Frecuentemente cambian las personas al asumir un cargo, según el conocido refrán popular de "si quieres conocer a Juanillo, dale un carguillo". En este caso es la persona la que está transformando el cargo, aunque también éste impregna a la persona que lo ocupa.
Es uno de esos casos, en los que a mayor responsabilidad y altura de miras, se mejora a las personas. Bergoglio fue mejor obispo que superior de los jesuitas y el papa está mostrando que puede ser mejor que el arzobispo de Buenos Aires. El contacto con el pueblo, en lugar de aislarse de él; la toma de conciencia del sufrimiento de las personas; la sensibilización con las necesidades de los pobres y la percepción de que la corrupción, el nepotismo y el autoritarismo tienen un lugar en la Iglesia, está determinando el nuevo estilo papal. Por eso, un año después, subsiste la esperanza y hay todavía confianza en su proyecto.
Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. Es más fácil cambiar la sensibilidad personal y ofrecer un nuevo estilo de ejercer la autoridad que acometer las necesarias reformas en la Iglesia y replantear sus instituciones. Hay aquí un círculo inevitable. Son las personas las que construyen las estructuras. Pero, las instituciones, a su vez, inciden en las personas, las impregnan y las determinan. El ser humano es un producto social, además de ser protagonista de la sociedad. Si no cambiamos las instituciones, éstas acaban transformando a las personas.
El pecado de los hombres genera estructuras de pecado y éstas revierten en los sujetos que las han creado. Hay que atender a ambos frentes, el personal y el social. Por eso, no basta un papa bueno y más evangélico, sino que se necesita también el reformador de una Iglesia que se ha quedado obsoleta en un tiempo de rápidos cambios. Sobre todo hace falta el impulsor de un proceso de cristianización de la iglesia, porque ésta se ha constituido en un poder bastante mundano, alejado del espíritu y la letra de los evangelios.
Esas reformas todavía no se han realizado, un año después. De tal modo que si mañana se muriera el papa dejaría un cuerpo institucional que, básicamente, es el mismo que heredó, a pesar de su cambio de estilo. Pero las grandes reformas necesitan tiempo, tanto más cuanto más profundas sean. Y ese cambio ya está en proceso con comisiones de cardenales que tienen que acometerlo; con la preparación de un sínodo que tiene que abordar grandes problemas que inciden en la vida de las personas; con nombramientos episcopales que buscan universalizar una nueva forma de ejercer la autoridad; con una llamada a la participación de todas las iglesias y un nuevo contexto que permite expresarse a cristianos hasta ahora silenciados... Hay mucha gente que respira después de sentirse asfixiada durante décadas, hay más libertad y participación, y crece el interés por el cristianismo en gente muy distante de la Iglesia en décadas anteriores.
Podríamos recurrir al símil de los brotes verdes o del final del túnel, según el modismo político que prefiramos. Pero se trata sólo de eso, aunque no es poco, porque subsisten los indicios y la esperanza que se generó el primer momento. Pero, hasta ahora, es un programa más en ciernes que realizado; más un proyecto y un deseo que una realidad constatable. Es comprensible el entusiasmo que genera el Papa, más cercano en su estilo a Juan XXIII que a sus predecesores inmediatos, aunque hay que evitar la lacra del culto a la personalidad que subsiste en la Iglesia.
También debe imperar la prudencia ante una personalidad de religiosidad y teología conservadora, aunque de indudable talante evangélico. Salvando las distancias, es el dilema que tuvo el arzobispo Óscar Romero en el Salvador, que pasó de un tradicionalismo cerrado a ser un reformador de la iglesia y un propulsor de un cambio evangélico. Esperemos que el proceso de cristianización que vive Bergoglio en el contacto con la realidad de la Iglesia le lleve también a ser el renovador e inspirador de una nueva forma de iglesia. Se trata de seguir adelante con el Concilio Vaticano II, que inauguró una primavera en la Iglesia. En ambos momentos históricos subsisten estructuras, grupos y personas que se resisten a una reforma de la Iglesia. Por eso, el proyecto de renovación ha comenzado, pero lo más difícil queda por hacer.
Juan A. Estrada
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