"El corazón del hombre es un instrumento musical, contiene una música grandiosa. Dormida, pero está allí, esperando el momento apropiado para ser interpretada, expresada, cantada, danzada"(Osho)
16 de marzo, II domingo de Cuaresma
Mt 17, 1-9
"Seis días más tarde llamó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña elevada. Delante de ellos se transfiguró: su rostro resplandeció como el sol, sus vestidos se volvieron blancos como la luz".
Nos proponemos hoy advertir a los temerosos –y a mi mismo- que la Puerta de Kiev de la Gran Pascua Rusa, está siempre abierta a cuantos aspiramos a desembarcar –con o sin acreditaciones- en la prometedora Espiritulandia de la Mística.
La experiencia peatonal nos dice que la Mística, como la Música,es más bien camino y meta que parrilla de salida. Sólo algún que otro iluminado –¡beatus ille!- se encuentra en ella de partida. Y no me estoy refiriendo únicamente a aquella que, como de la de Ávila, la disfrutan en La Séptima Morada, sino la de los más humildes tañedores: los de la siringa de Pan, que somos todos los demás.
La palabra, la acción y toda la parafernalia escenográfica que representa el espectáculo ceremonial de lo religioso no es sino el andamiaje útil sobre el que se sustenta la expresión sonora de la espiritualidad, que es el verdadero mensaje del espectáculo litúrgico. Robert Schumann lo sintió en La Scala de Milán escuchando a la soprano Giudita La Pasta: "Sólo una noche en mi vida he tenido el sentimiento que Dios estaba delante de mí y que podía contemplarlo algunos instantes". Por su parte el entonces joven Toscanini, que había actuado como violonchelista en el foso, corrió a su casa al finalizar la representación y, levantando a su madre Paulina de la cama, le dijo: "¡Otelo es una obra maestra! Arrodíllate, mamá, y grita ¡Viva Verdi!".
Por eso el auténtico melómano acude una y otra vez al Teatro Colón, al Covent Garden o al Metropolitan, a "escuchar" más que a "ver", Rigoletto o Lucia di Lammermoor. La originalidad de los decorados y las evoluciones de los actores –tan fuera de lugar en ocasiones- le importan ya muy poco. Lo esencial para él es la experiencia musical interiormente vivida. Se trata de un salto fundamentalmente cualitativo. Como el que hace el místico que, arrebatado por la Belleza suprema, prescinde de toda manifestación ritual –de credo incluso- para sumirse en la sublime contemplación del ser amado: en este caso, la música. Como hizo Schumann en La Scala.
Es el momento -aunque ello pudiera parecer paradójico- de abandonar la agitación de la escena, de huir de las interrupciones impuestas por los ¡bravo! y los aplausos inoportunos, y refugiarse en un estado de personal recogimiento. Un estado de silencio meditativo como hacía Beethoven cuando escuchaba interiormente su Novena tras los muros de su sordera. O como Mahler cuando se encerraba en su cabaña del Attersee para componer su Tercera Sinfonía.
O como Pedro, Santiago y Juan, alelados en la montaña elevada. Por encima de ellos Jesús –su rostro resplandeciendo como el sol- para el que Pedro propone armar una tienda, no importándole a él quedarse a la intemperie por lo bien que se estaba allí. Pero Jesús se apea de la nube, les dice "Levantaos" y sugiere a los suyos proseguir rehaciendo la vida. Porque la experiencia mística de aquella tarde les había inundado de la misma alegría de un vivir desbordante, como la que despierta el 4º movimiento –andantino.allegretto- del Qinteto "La Trucha" de Schubert. La autenticidad interior se revela sobre todo en aquellos pasajes en que en que sale a la luz la expresión espiritual, sugiere Furtwängler. Y el Papa lo dijo en allegro vivace: "No se puede anunciar a Cristo con cara de cementerio".
En un rincón del desván de nuestra inconsciencia, como en los versos de Bécquer, hay un arpa dormida que también espera una voz que le diga: ¡Levántate y anda!
EL ARPA DORMIDA
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño talvez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
¡Ay! -pensé-. ¡Cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: «Levántate y anda!»
Bécquer, Rima VII
Vicente Martínez
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