Cuenta el libro del Éxodo que Yahvé se apareció a Moisés y le dijo: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos”. Ante la situación de opresión que padece el pueblo, y de la que Dios es muy consciente, ¿cuál es la postura que adopta Dios? ¿Hará acaso una llamada a la resignación? ¿Pedirá a su pueblo que acepte el sufrimiento como penitencia por sus pecados? ¡De ninguna manera! La reacción de Yahvé se parece mucho a una protesta. Y tiene dos momentos. El primero, “bajar” para librar a los suyos de la mano de los egipcios que los esclavizan. Yahvé es el que visita a su pueblo, el solidario con su pueblo. El segundo momento, complementario del primero, es conducir a su pueblo “a una tierra buena y espaciosa”, una tierra que, según dice el libro del Éxodo, “mana leche y miel”. Es la tierra de Dios, que precisamente para seguir siendo de Dios, tiene que ser una tierra de fraternidad. Y allí donde hay fraternidad hay abundancia de bienes.
Esta historia, en la que Dios se muestra contrario a la opresión, encuentra su plenitud en Jesús de Nazaret. Sus milagros y curaciones son un signo de que el Dios que actúa por medio de él, es un Dios de vida y libertad. Se comprende así que el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando quiere resumir de forma lapidaria lo que fue la vida de Jesús, afirme que “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos, porque Dios estaba con él”. Jesús toma partido a favor del bien y en contra de toda opresión, precisamente porque Dios está con él. Si nosotros queremos ser unos buenos seguidores de Jesús, tenemos ahí una línea para nuestra actuación. La postura adecuada frente al mal y al sufrimiento no es la pasividad o la resignación. La postura correcta es la toma de partido que se traduce en lucha a favor del bien y en oposición a toda forma de mal.
Cierto, el mal y el sufrimiento son elementos constitutivos de este mundo. Somos seres limitados. Pero lo más doloroso no es el sufrimiento que provoca la limitación, sino el sufrimiento que nos provocamos unos a otros, a causa de nuestro egoísmo, y mal usando nuestra libertad. Por mucho que nos empeñemos nunca lograremos erradicar todo sufrimiento de esta tierra. El cristiano espera que llegará un día en que Dios desvelará su misterio de amor y nos sorprenderá con un “cielo nuevo y una tierra nueva” en donde habite la justicia, y donde el bien sea el componente de toda la realidad. Esta esperanza ha podido conducir, en ocasiones, a la resignación. Pero la esperanza cristiana no permite que nos desentendamos de la construcción de un mundo mejor, antes bien, es un acicate más para anticipar ya en este mundo el cielo que Dios prepara para todos.
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