lunes, 31 de marzo de 2014

Incoherencias

José Ignacio González Faus


Desde que nombraron al nuevo papa Francisco, hace ahora un año, he esperado una carta en los medios o alguna declaración del señor Carod Rovira. ¿Por qué? Hace pocos años, en el programa televisivo “Tengo una pregunta para Ud”, un muchacho de Valladolid se dirigió a Carod llamándole José Luis. Nuestro amigo puso el grito en el cielo: “me llamo Josep Lluis”. El otro: “bueno, da lo mismo y como este programa es en castellano”. “Pero mi nombre es Josep Lluis y Ud. no puede faltarme al respeto”.

Me sorprendió la firmeza de Carod por un quítame allá esas consonantes. Hasta me sentí cobarde y amarillista, acostumbrado como estoy a ser tratado de José Ignacio, de Josep Ignasi o de J. I. Por eso pensé que aparecería alguna protesta suya en los medios, porque al nuevo papa le llamamos Francesc (yo el primero cuando celebro misa) y su verdadero nombre es Francisco.
Se objetará piadosamente que el papa es de todos y, por eso, no tiene un único nombre. Pero, mientras pensaba eso, un amigo castellano que pasaba una temporada en Barcelona se me queja de que los medios de comunicación catalanes hablan siempre de “Saragossa, Osca y Terol” cuando su nombre es otro “como todo el mundo sabe”. Lo malo es que luego me comenta cuánto le ha gustado “Gerona”…
No tienen importancia esas menudencias, ni quisiera que nadie se moleste por ellas. Si las cuento es porque me parecen un ejemplo inocente, pero muy nítido, de un rasgo humano muy serio y que vale tanto para nosotros como para lapones o patagones. Todos tenemos una doble medida muy distinta cuando se trata de mí o lo mío y cuando se trata de los demás. En el monasterio de este Sant Cugat donde escribo, vivió a fines del primer milenio un monje francés (Gerbert) que pasaba por ser el hombre más sabio de su tiempo y tuvo sus choques con el papa al que le recordaba aquello de “vox populi vox Dei”. Pero luego llegó él a papa(Silvestre II) y comenzó a argumentar que el pueblo no siempre es de fiar: porque fue el pueblo quien gritó “Crucifícale” cuando Jesús estaba ante Pilato. Otra incoherencia ejemplar.
Esa doble medida casi inconsciente es más profunda en nosotros que nuestra misma razón, pese a que alguien nos definió a los humanos como seres racionales. Es además injusta porque los humanos tenemos tanto de individuales como de comunitarios. Y en ese equilibrio consiste el verdadero personalismo.
Llegados aquí, surge una frase de san Pablo que hubiese podido titular este artículo. En una de sus cartas recomienda: “considerad a todos como si fueran superiores”. A lo largo de mis días he luchado contra ese consejo porque me parecía demasiado exigente y casi injusto. Hasta que comprendí algo muy sencillo: intentar seguir ese consejo paulino es la única vía para que consigamos mirar a los otros no ya como superiores, pero sí como iguales a nosotros. Que es lo más coherente con nuestra verdad, y el fundamento de toda convivencia.
Ignacio de Loyola generalizó ese consejo hablando de “agere contra” (el buen vasco tendía a decir en latín las cosas más importantes, pero este latín ya se entiende: hacer lo contrario). Si te inclinas hacia la derecha y quieres ir por el centro, no busques sólo centrarte: procura escorarte hacia la izquierda porque sólo así te centrarás un poquito.
Este es en realidad el sentido de la ética: poner en su sitio nuestro desmedido amor propio.

No se trata sólo de “ilustrar” el amor propio como decía ingenuamente F. Savater. Si sólo pretendemos ilustrarlo, el amor propio engañará a nuestra razón. El pecado original (como quiera que se explique) no se refiere a mitologías agustinianas de un pecado transmitido por la generación sexual, como si fuese el virus del sida, sino a ese egoísmo potenciado que nos constituye. Tan profundamente nuestro que nunca lograremos equilibrarlo del todo. Por eso cuentan que todo un santo de lo más amable como Francisco de Sales solía decir que nuestro desmedido amor propio muere “un cuarto de hora después” de haber muerto nosotros.
El libro bíblico del Génesis explica esa incoherencia que nos constituye, reconociendo que el hombre tiene una dimensión o chispa divina, pero confunde esa divinidad con la voluntad de poder, cuando en realidad lo divino es voluntad de amar. Este engaño original nos constituye a todos.
Por ahí iban las incoherencias de mi título. No era un ataque a nadie sino una forma de autorretrato que ayuda a entender el consejo bíblico. Para acabarlo de arreglar, nadie piense que todo se arreglará con un empeño voluntarista de coherencia. Porque, en una linaje tan contradictorio como el humano, hay gentes a las que unas dosis moderadas de incoherencia, les irían de perlas y las volverían mucho más humanas. Ya dice el refrán que la excepción confirma la regla. La pena es que quienes más suelen aplicarse ese refrán son precisamente los que menos deberían aplicárselo; y viceversa.

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