domingo, 16 de marzo de 2014



Los textos evangélicos no reproducen una sola palabra de José, el esposo de María. Se diría que presentan la figura de un hombre silencioso. Hay muchos tipos de silencio. Está el silencio de los muertos o el del que no tiene nada que decir, porque su vida está vacía. Está el silencio lleno de tristeza del desamparado, que sufre, llora y ha perdido toda esperanza. Está el silencio tenso que se establece cuando dos personas que no se aman se ven obligadas a estar en un mismo lugar. Está el silencio respetuoso ante un enfermo o ante una desgracia; el silencio lleno de amor que trasluce la mirada de los que se quieren. Y está el silencio del que escucha atentamente lo que el amado tiene que decirle. Sin duda, este último silencio es el que mejor caracteriza a José de Nazaret. Los Evangelios lo presentan como un hombre siempre presto a escuchar la voz de Dios que habla a través de los acontecimientos de su vida y de la vida de aquellos que le han sido encomendados.

El silencio de José no tiene nada de ingenuo, no es el silencio del que no se entera o no quiere complicarse la vida. Porque José sí se entera: se entera de que su esposa está embarazada; se entera de que el niño está en peligro y, por eso, se lo lleva a Egipto; se entera de que su hijo se ha perdido y, por eso, lo busca. Y como se entera, tiene miedo. No un miedo que paraliza, sino un miedo inquietante, que le impulsa a buscar soluciones respetuosas con su esposa y le mueve a tomar decisiones valientes, como la de emigrar en busca de un porvenir mejor. José se arriesga como resultado de una reflexión, hecha posible gracias a un silencio que escucha, valora y discierne.

En este mundo nuestro el silencio no abunda. Hay personas permanentemente pegadas a unos auriculares. No sabemos escuchar. El mundo está lleno de ruido y de furor. Sobran gritos sin sentido y palabras altisonantes. Necesitamos espacios de paz, silencios que no condenen y permitan el reencuentro. Cierto, ante muchas injusticias se necesita una palabra fuerte y profética. Pero otras veces las palabras descalificadoras aumentan la distancia entre pueblos y personas. Jesús, el hijo de José, en la cruz, guardaba silencio ante el insulto y no profería amenazas. A veces, políticos y eclesiásticos pierden una buena ocasión para callarse. Y en las relaciones interpersonales, el silencio ha sido, más de una vez, el comienzo de una reconciliación. Mi madre solía recordar el dicho de una amiga suya: “nunca me he arrepentido de haberme callado”.

La carta de Santiago recomienda ser diligentes para escuchar y tardos para hablar (1,19), puesto que la verdadera sabiduría no se demuestra a base de palabrería, sino con “obras hechas con dulzura” (3,13). En esto San José es todo un ejemplo. Su tarea de custodio de María y de Jesús es un modelo de humanidad que invita a todos a ser custodios unos de otros, a protegernos mutuamente.

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