Unos celebran la pascua y otros la padecen
José Manuel Bernal
Ya hemos entrado en la cuaresma. En el horizonte se yergue la pascua, la gran solemnidad, el triunfo definitivo de Cristo sobre la muerte, el gran acontecimiento liberador. Para ambientar nuestra mirada voy a ofreceros unos apuntes que nos pueden ayudar a entender y asumir la pascua en toda su grandeza, en toda su dimensión y con todas sus exigencias.
Vamos a situarnos en el siglo II, en el contexto de la llamada contienda de Laodicea. Tercian en esta contienda personajes tan relevantes como Hipólito de Roma, Apolinar de Hierápolis, Clemente de Alejandría y otros. A todos ellos hay que situarlos a caballo entre el siglo II y el siglo III. La contienda, de contenido complejo, acaba enfrentando a un conjunto de iglesias del Asia Menor con la gran iglesia. Digo que el contenido de la controversia es complejo y difícil de definir. Sin embargo, el historiador Eusebio de Cesarea nos ofrece en su «Historia Eclesiástica» algunos apuntes que pueden dar luz sobre el tema. Pero aquí no voy a descender a esos detalles. Solo voy a prestar atención al planeamiento de algunos autores, seguidores de la cronología de Juan, según los cuales Jesús, el año en que murió, no “comió” la pascua sino que la “padeció”. No la comió, es decir no la celebró ritualmente a través de la cena pascual. En el evangelio de Juan la última cena que Jesús comió con sus discípulos, a juzgar por los datos ofrecidos, no fue una cena pascual sino una comida de despedida.
De forma taxativa asegura uno de esos autores que lo que Jesús quiso, no fue tanto “comer” la pascua, sino “padecerla”. Establecen una clara distinción entre comer la pascua y padecerla; es decir, entre celebrarla ritualmente y vivirla, sufrirla, padecerla. Más aún, según ellos, Jesús atribuye una clara primacía a la pascua padecida sobre la pascua celebrada. Desde una clara interpretación teológica, la pascua celebrada tiene sentido en la medida en que es expresión de la pascua padecida. Sin pascua padecida no hay pascua celebrada. Sólo quienes padecen la pascua tienen derecha a celebrarla. La cena del jueves sólo tiene sentido desde la pasión del viernes. Sin la cruz del viernes la cena del jueves carecería de contenido y de significado.
Damos un paso más y pensamos en nuestra situación. Estoy seguro de que quienes leemos estos escritos y compartimos estas reflexiones somos los que “celebramos” la pascua. Dicho sin tapujos, somos los grandes expertos de la “pascua celebrada”. Cuidamos las celebraciones, las preparamos, confeccionamos las moniciones y textos a utilizar en las liturgias pascuales, pensamos en los cantos, en los ritos especiales, en los momentos de silencio; en suma, proyectamos y programamos todo el desarrollo de las solemnidades pascuales. No hay duda. Somos los expertos, los animadores, los representantes más idóneos de la “pascua celebrada”. No lo critico, por supuesto. Constato un hecho.
Pero ¿dónde están los que padecen la pascua? ¿Dónde los protagonistas de la “pascua padecida”? Porque es más importante padecerla que celebrarla. Porque si celebramos la pascua y no la padecemos, estamos adulterando el sentido más profundo de la fiesta. Insisto: ¿dónde están los que la padecen? Porque Jesús asumió sobre sus espaldas todo el dolor, todo el padecimiento de todos los dolientes de la historia. Ellos, los siervos dolientes y humillados, los que son víctima de las injusticias y de los egoísmos y de las ambiciones de los poderosos: ellos, en los que Cristo está presente de forma especial; ellos son los que, junto con el Jesús de la cruz, son los grandes protagonistas de la “pascua padecida”. El gran escándalo sería que nosotros, los liturgos, pusiéramos todo nuestro entusiasmo en preparar unas celebraciones brillantes y consiguiéramos una liturgia pascual sentida, solemne, emocionante; mientras otros, los siervos dolientes de este mundo, fueran los protagonistas de la pascua sufrida, los expertos en padecerla. Mientras unos la celebran, otros serían los que la padecen. ¡Que escándalo!
Ahora hay que terminar con una llamada. Los que cuidamos de las celebraciones no debemos desanimarnos. Corremos un peligro: el de quedarnos desconectados de la vida. Lo sabemos. Hay que superar este riesgo. No debemos renunciar a ser, al mismo tiempo y con toda coherencia, los protagonistas de la pascua celebrada y de la pascua padecida. Lo seremos en la medida en que seamos capaces de solidarizarnos con los pequeños, con los que sufren, con los humillados de la sociedad. Hay que dar a nuestras liturgias una mayor proyección, una mayor exigencia de compromiso, una decidida dimensión de arraigo en los sectores más marginados de nuestra sociedad. Celebrar y compartir; hacer liturgia y comprometernos solidariamente; unidos con Cristo en la cena y agarrados a su cruz en la pasión. Esa debe ser nuestra consigna.
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