Diácono Lucas Trucco
Domingo II de cuaresma –ciclo C-
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Jesús
sube al monte y se transfigura (es decir: se desnuda), a fin de que ellos
también se desnuden y vean lo que son, que escuchen (¡todos son mis Hijos!),
para que puedan descender del monte y asumir la gran tarea de la transformación,
transfiguración humana.[1]
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La
vida de oración se puede comparar con la subida a un monte, como de manera
insuperable la describió Juan de la Cruz. Subir una montaña tiene algo de
fascinante, de desafío y de aventura. La cima, vislumbrada de lejos, atrae y
promete vistas inimaginables desde la comodidad del valle. Pero, una vez
acometido el ascenso, se experimenta enseguida la dificultad de la empresa. La
montaña protege su misterio y parece oponerse a la conquista. Para subir la
montaña hace falta una voluntad de hierro, perseverancia, inteligencia para
dosificar el esfuerzo, y también fe.[2]
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El
evangelista Lucas ha introducido detalles que nos permiten descubrir con más
realismo el mensaje de un episodio que a muchos les resulta hoy extraño e inverosímil.
Desde el comienzo nos indica que Jesús sube con sus discípulos más cercanos a
lo alto de una montaña sencillamente “para orar”, no
para contemplar una transfiguración. En la vida de los seguidores de Jesús no
faltan momentos de claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos lo que
sucedió en lo alto de aquella montaña, pero sabemos que en la oración y el
silencio es posible vislumbrar, desde la fe, algo de la identidad oculta de
Jesús. Esta oración es fuente de un conocimiento que no es posible obtener de
los libros.[3]
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La escucha ha de ser la primera
actitud de los discípulos.
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Los
cristianos de hoy necesitamos urgentemente “interiorizar” nuestra religión si
queremos reavivar nuestra fe. No basta oír el Evangelio de manera distraída,
rutinaria y gastada, sin deseo alguno de escuchar. No basta tampoco una escucha
inteligente preocupada solo de entender. Necesitamos escuchar a Jesús vivo en
lo más íntimo de nuestro ser. Todos, predicadores y pueblo fiel, teólogos y
lectores, necesitamos escuchar su Buena Noticia de Dios, no desde fuera sino
desde dentro. Dejar que sus palabras
desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería más
fuerte, más gozosa, más contagiosa.[4]
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La
verdadera oración cristiana es escucha y acogida de la Palabra que nos ha
hablado, de Jesucristo, el Hijo primogénito del Padre. Y esa Palabra nos invita a volver a bajar al valle, al encuentro con
los demás, a caminar con ellos.
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