miércoles, 20 de febrero de 2013


José Manuel Bernal
«Mi padre fue un arameo errante»



Me refiero a la primera lectura del domingo primero de cuaresma. Todos coinciden en asegurar que este texto recoge la confesión de fe del pueblo judío. A eso voy a referirme en este comentario. De entrada debo decir que esta lectura, con la que se abre la proclamación de la palabra de Dios cuaresmal, nos sitúa en el horizonte de la historia de la salvación. Esto es fundamental. Porque la fiesta de pascua, a la que nos encamina la cuaresma, constituye el centro culminante, el eje neurálgico, de toda la historia salutis. En la pascua culminan todas las intervenciones liberadoras de Dios a lo largo de la historia. Los padres de la Iglesia, sobre todo los orientales, prefieren llamar a esa historia oeconomia salutis.

La fe de Israel no es la aceptación de un código de leyes o de doctrinas. La fe del pueblo judío no es un sentimiento abstracto, filosófico; está enraizado en un hecho, en la intervención de Yahvé en su historia, en la presencia liberadora de un Dios que se le ha hecho cercano, familiar. Él le ha liberado de la esclavitud de Egipto, le ha conducido por el desierto y le ha llevado a una tierra maravillosa. Esa tierra es el regalo que Yahvé le ha dado en herencia. 

De ahí la importancia que tiene el relato, la narración de estos hechos liberadores. Las lecturas que se proclaman en las celebraciones –también en las nuestras- no pretenden precisamente transmitirnos una doctrina, sino relatarnos unos hechos, una historia. Las lecturas son, sobre todo, relatos. Nos cuentan todo lo que Dios ha hecho con nosotros.

Por eso los autores de los relatos son especialmente testigos. Ellos dan fe de lo que han visto, de su experiencia profunda y personal. Ellos cuentan lo que han vivido, su encuentro con Dios, su cercanía. Así se han comportado los autores de los primeros escritos, y los patriarcas, y los profetas, y también los testigos de Jesús, los apóstoles. Sus primeros discursos, los que recogen el kerygma primitivo, no son predicaciones cargadas de doctrina sino proclamación de los grandes acontecimientos pascuales.

Esos hechos liberadores han cristalizado en gestos rituales, cuajados de misterio y de arraigo. Para los judíos ha sido la cena del cordero, la cena pascual. Repetida año tras año, esa cena es el memorial del acontecimiento liberador del éxodo; un memorial que reaviva la experiencia del pueblo, que le permite estar presente en la gran epopeya y sentirse, año tras año, liberado por Yahvé de la esclavitud.

Nuestra eucaristía también constituye la cristalización ritual del acontecimiento liberador de la pascua, del triunfo de Jesús sobre la muerte y de la presencia de un nuevo tiempo de salvación, de una humanidad nueva. Por eso, el acontecimiento pascual, que es el centro de la predicación apostólica y de la primitiva confesión de fe, es también el centro de nuestra celebración. El triunfo de Jesús sobre la muerte: eso es lo que predicamos, lo que creemos y lo que celebramos. 

Es bueno que los cristianos reflexionemos sobre los contenidos de nuestra fe y que tematicemos el resultado de nuestras reflexiones; es bueno, por supuesto, que sistematicemos con rigor lógico el desarrollo de nuestra reflexión teológica y que analicemos críticamente las formulaciones de nuestra fe. Eso es una cosa. Sin embargo debemos respetar la presentación original del mensaje, adentrarnos en la riqueza de su contenido, pero sin traicionar su formato original. Nuestra predicación no debe ser precisamente una exposición académica de talante teológico, ni la proclamación de nuestra fe un elenco de afirmaciones dogmáticas complicadas, ni nuestra liturgia la celebración de temas o ideas brillantes.

Lo repito. El centro no son ideas, sino hechos. Predicamos, confesamos y celebramos a un Dios cercano, familiar, que actúa e interviene en nuestra historia; que liberó a Israel de la esclavitud, que fue anunciado por los profetas y que, en la plenitud de los tiempos, se nos ha manifestado en Jesús de Nazaret, el hombre nuevo y regenerado, que en la cruz ha triunfado de la muerte y ha establecido por su resurrección una humanidad nueva.

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