martes, 26 de febrero de 2013


Sicología de peluquería
Frei Betto



Desconozco si alguien, sicólogo o científico social, ya se tomó la molestia de investigar la sicología de los salones de belleza.

Desde mi infancia hasta la adolescencia fui cliente de Vicente, en el barrio Savassi de Belo Horizonte. ¿Vivirá todavía Vicente? Era un gran tipo. Alto, atlético, moreno, era un dechado de paciencia y de sonrisas. Extendía una tabla entre los brazos de la silla (forrada de auténtico cuero), para poner la cabeza del niño al alcance de su ágil tijera.

Mis hermanos más jóvenes dejaban su pelambrera al cuidado de Pedrito, en la calle Mayor Lopes (a dos cuadras de la casa de Dilmita, la hoy presidenta del país). Vicente permaneció siempre en su salón de la calle Pernambuco; Pedrito, más emprendedor, poco a poco estableció una red de peluquerías, con sillas automáticas para que los niños se imaginasen que conducían un auto de fórmula 1.

La conversación en una peluquería de adultos resulta siempre amena. Todo peluquero es un conciliador nato. Con voz pausada, mientras desliza el peine, hace bailar la tijera o maneja la navaja, va sacándole al cliente comentarios y confidencias.

Va a llover, dice el de la barba. Sí, por el aspecto del cielo parece que viene agua, murmura el profesional con la brocha de afeitar en la mano. Acto seguido afirma el que está preparado para que le arreglen las patillas: Ya no hay quien aguante esta sequía. Por el aspecto de momento no va a caer ni una gota de agua. Con la navaja afilada el peluquero reduce dos centímetros las patillas y reafirma: por donde yo vivo pronto va a faltar el agua hasta para beber.

No es fácil descubrir dos cosas en un peluquero: de qué equipo es fanático y qué partido político prefiere. Se sienta el greñudo, abrigado por el impoluto paño blanco, pero, diga lo que diga, el profesional nunca le contradecirá.

Nunca he visto un altercado en una peluquería por discordancias políticas. ¡Por suerte, dada la abundancia de tijeras y navajas que hay allí! Con el fútbol pasa lo mismo: el peluquero casi siempre va a favor del equipo del cliente. Tiene usted razón, el Corinthians se precipitó al comprar a Pato. ¡Sí, doctor, nosotros los del Santos estaremos peor el día en que vendan a Neymar!

Un comentario por aquí, una observación por allá, y sigue la conversación en tanto la lluvia de cabellos cortados va oscureciendo el paño.

Hay otra dimensión, ésta sí, que es un plato apetecible para los sicólogos. Es la secreta motivación que lleva a muchos clientes al acolchado sillón móvil. Tuve un vecino que cada mañana iba a la barbería. Un día le pregunté si era la pereza la que le impedía arreglar su barba. Felizmente casado, padre de varios hijos, sin embargo ni dudó en decirme: voy a la barbería porque me hace bien el cariño del barbero. Y añadió: no me malinterprete. Esas manos suaves, la nube de espuma con las pasadas de la brocha, el perfume, todo ello me hace recordar el tiempo de mi niñez, cuando mi padre me ponía en su cuello y con el revés de las manos me acariciaba la cara. ¿Qué mujer tiene la paciencia para hacer algo así?

Otro amigo, resplandeciente calvo, con unos cuantos pelitos entre las orejas y la nuca, me hizo esta confidencia cuando le pregunté por qué iba cada semana a la barbería. Disfruto sentándome en la silla, sintiéndome abrazado por el paño blanco, recorriendo con la mirada las revistas antiguas, escuchando el leve ruido metálico de la tijera cortando un pelito acá y otro allá, con la navaja dejando reluciente el cuero cabelludo y finalmente la sacudida de los pelos cortados, el rociado de colonia…

Quien tiene dinero o prestigio se da el lujo de llamar al peluquero a su casa. Me acuerdo de un diputado que, sentado en el balcón, dejándose rasurar, revestido de toallas que le hacían parecer una novia gorda, insistía a cada momento en interrumpir la danza del peine y la tijera para hablar por teléfono, cuyo cable se extendía desde la sala de visitas. Un día, sin querer, el peluquero hirió levemente a su excelencia y fue despedido en el acto.

Al mes siguiente fue llamado de nuevo a la casa del diputado. Dudó en ir. El cliente se puso al teléfono, le pidió disculpas y le duplicó el pago. Doctor, voy a volver, dijo el profesional, pero con una condición: nada de teléfono. El diputado aceptó. En medio de su trabajo el barbero le preguntó por qué le había vuelto a llamar. Porque, admitió el político, tengo una imagen que preservar y ninguno me deja el cabello tan de mi agrado como tú.

Total, que muchos clientes mantienen fidelidad capilar a un peluquero, como un perro a su dueño. Eso es porque la barba y el cabello son las únicas cosas que, con frecuencia, cambian el punto de residencia de nuestra identidad: en el rostro. Un cambio brusco en uno u otro produce siempre desconcierto.

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