LO SIENTO, CHICOS,
VAMOS A HABLAR DE POESÍA
Hace
tiempo que me vengo entrenando especialmente para escribir una nota como esta,
una página a mano alzada, sin red, sin apuntes y sin otro sostén que la foto de
Raúl González Tuñón asomada por el ojo de la billetera. Daniel Salzano.
Hace
tiempo que me vengo entrenando especialmente para escribir una nota como esta,
una página a mano alzada, sin red, sin apuntes y sin otro sostén que la foto de
Raúl González Tuñón asomada por el ojo de la billetera. ¿Cómo que qué González?
El que decía que todos, al fin y al cabo, somos humanos, inhumanos, fatalistas,
sentimentales, inocentes como animales y canallas como cristianos.
Lo siento, chicos, pero vamos a hablar de
poesía.
Imaginen
ahora alrededor de una típica fogata del Lejano Oeste a los cuatro pistoleros
más efectivos del condado: Billy the Kid, John Wayne, Butch Cassidy y Clint
Eastwood. Bueno, niños, la poesía no es ninguno de los cuatro sino el coyote
que –intimidado por el fuego– eleva sus protestas a la Luna.
Otro
ejemplo. Imaginen en el aeropuerto de Córdoba a los cuatro aviadores que
domeñaron el espacio retorciéndole la cola al infinito: Julio Verne, Santos
Dumont, Flash Gordon y Jorge Newbery. La poesía no es ninguno sino el refucilo
que podría liquidarlos en mitad de la tormenta.
Y
ahora imaginen a los candidatos que en un futuro cercano lucharán entre sí para
liderar los destinos de Argentina: Hugo Moyano, Kirchner hijo, Kirchner nieto,
Kirchner Kirchner, Daniel Scioli, Hermes Binner, Guillermo Moreno y José Manuel
de la Sota. La poesía no tiene mucho que ver con la política, chicos, sino con
la democracia.
“Tu
ignorancia es un monte de leones, Stanton”. Federico García Lorca
En lo que concierne a mi relación con el
género, les diré que provengo en línea recta del temible aburrimiento a que me
sometió la enseñanza secundaria: 360 minutos diarios, cinco veces por semana,
cuatro semanas al mes, nueve meses al año. Prohibido fumar. Prohibido comer.
Prohibido hablar. Prohibido abandonar el establecimiento. Prohibido ingresar al
establecimiento. Prohibido salivar, eructar, bostezar, beber, copiar, susurrar,
imprecar, pisar el césped y apoyar las manos en el fuego.
He
aquí media docena de recursos ideados para mitigar el plomo educativo: 1)
ensayar durante horas la firma adecuada a nuestra cambiante personalidad, 2)
practicar hasta dominar el arte inservible de acomodar las palabras de atrás
para adelante: bandoneón-nóenodnab, colorado-odaroloc, 3) contar hasta llegar
al último número de todos y agregarle uno, 4) ordenar chicas por orden
alfabético: Adela, Beatriz, Carlota, Dolly, Ernestina, Frida, 5) comenzar de
nuevo agregando una segunda Adela Azucena, Beatriz Bettina, Carlota Celeste,
Dolly Delia, Ernestina Eulalia, Frida Felisa, 6) hacerse la chupina y pasear
por la ciudad, el verdadero espacio del alma.
La
poesía, chicos, está en la parte de afuera del colegio.
“Oh, mis buenos amigos, ¿me habéis
reconocido?/ He vivido una vida que no puede vivirse/ Pero tú, poesía, no me
has abandonado un solo instante/ Oh, mis amigos, aquí estoy/ Vosotros sabéis
acaso lo que yo era/ Pero nadie sabe lo que soy”. Vicente Huidobro
Fue justamente a lo largo de una chupina
memorable cuando descubrí la poesía. Hasta ese momento no había leído ninguna
porque –se daba por descontado– era cosa de mariquitas. Nadie faltaba al
colegio para poder leer. Quiero decir que para que leyeras en horas de desacato
tenías que estar económicamente fundido.
Las
chupinas se habían hecho para ir al cine y si no había cine, absolutamente nada
me concernía. Los chupineros atletas iban al Parque Sarmiento a ampollarse las
manos con los remos. Los estoicos subían al tranvía uno y, aprovechando las
ventajas del abono escolar, paseaban de San Vicente a Alberdi y de Alberdi a
San Vicente. Los más audaces hacían dedo hasta el aeropuerto para ver aterrizar
el Comet IV. A veces, nos detenía la policía. Nombre, edad, sexo, domicilio y
señas particulares.
Un
chupinero de ley es aquel que sabe llevar como nadie las manos en los
bolsillos.
Fue
un libro de poemas, sin embargo, el que me sumergió a lo bestia en una larga y
luminosa desesperación. Un libro editado por Eudeba y escrito por Raúl González
Tuñón: La calle del agujero en la media. Leí un verso cualquiera y me produjo
el efecto de un disparo: “Y no se hable de mi corazón/ yo quisiera/ anunciar la
función de los circos/ dando puñetazos/ a las estrellas rojas/ yo quisiera
interrumpir todas las llamadas telefónicas/ para ver si encuentro una palabra/
para mí”.
Fue
como si me hubieran hundido un barquito al primer disparo. Me sentí tan
íntimamente implicado con aquel verso que cerré el libro de inmediato. En realidad
–ahora lo sé– lo hice para evitar que el poema se escapara. Me sonrojé. Me
incorporé. Me acaloré. Comencé a caminar. A partir de ese momento –advertí–
había dejado de tener secretos. Me senté, por fin, y angustiado abrí de nuevo
el libro.
El
poema seguía estando ahí. Entonces lo leí a media voz y después en voz alta.
¡Dios mío! ¡Resulta que yo tenía labios! ¡Y tenía voz!
No
hacía falta llorar. Yo sabía desde chico que las lágrimas eran saladas.
“Nombres,
lugares, calles y calles, rostros, plazas, calles, bancos, parques, cuartos
solos, manchas en la pared, alguien se peina, alguien canta a mi lado, alguien
se viste, cuartos, lugares, calles, nombres, cuartos”. Octavio Paz
Y ahora, niños, vamos a ocuparnos de los
poetas propiamente dichos, divididos a su vez en dos categorías
irreconciliables: los que saben llegar al fondo de las cosas y los que nunca lo
consiguen.
A
ver si me explico: en la esquina de 25 de Mayo y San Martín había una relojería
–Escassany– en cuya fachada existían siete relojes que marcaban simultáneamente
la hora de Madrid, Londres, París, Tokio, Nueva York, Pekín y Buenos Aires. Mi
ambición mayor consistía en detectar al mismo tiempo el salto de los siete
minuteros. Pero nunca lo conseguí. Cuando el de Madrid se movía, yo tenía la
mirada puesta en Nueva York. Y cuando se movía el de París, me perdía el de
Pekín. Soy el típico ejemplo del hombre que no sabe llegar al fondo de las
cosas.
Hasta
que un día me bajaron definitivamente la cortina de la relojería. Yo dije no,
la relojería no. Y me dijeron sí, la relojería sí. Supongo que ese tipo de
gente es la que sí sabe llegar al fondo de las cosas.
“Tú
vienes con mi norte hacia mi sur/ tú vienes de mi este hasta mi oeste/ tú me
acompañas, cruce único y me guías/ entre los cuatro puntos inmortales/
dejándome en su centro siempre/ y en mi centro que es tu centro”. Juan Ramón
Jiménez
Ya dije que estoy escribiendo sin red, pero no
que lo estoy haciendo en la mesa de un bar, con los tobillos cruzados entre sí
y los dientes apretados. Escuchen la banda de sonido: bandejas, chorros de
vapor, la máquina de café, la caja registradora, mozos, sillas, la puerta que
se abre y nunca se cierra y la campana bajo la que conviven las medialunas.
Bueno, niños, la poesía es esa misma tempestad que se sacude pero bajo el
cráneo de un hombre que ya no sabe si está vivo o está loco.
“La
poesía existe para satisfacer las necesidades de los vivos”.
Eso
al menos es lo que dijo Carl Sandburg, nacido en los Estados Unidos. Sandburg
era tan alto como Fabricio Oberto, manejaba un tractor de cinco marchas y
llevaba en el bolsillo superior del mameluco un lápiz y una libreta. Cuando el
motor de su tractor dejaba de rugir, era que Sandburg estaba escribiendo una
poesía.
¿Fue
él o fui yo quien dijo que hay que escribir con la misma naturalidad con que se
mea?
Entretanto,
un vendedor de lotería me interrumpe para ofrecerme una fracción del 77. Los
puñales. Yo sería el escritor más feliz del planeta si hubiera podido
inventarles las palabras a los números. El 22, el loco. El 34, la cabeza. El
75, los besos. Pero a las palabras no las crean los poetas sino la gente. El
loco, la cabeza, los besos. Eso es poesía.
Menú
del día: bifecitos de cuadril al estilo Sonora, lomo de res en pepitoria,
macarrones gratinados con tomates frescos, budín de pan, café, té, vino de la
casa, agua mineral Villavicencio. Eso es poesía.
Córdoba
y sus satélites: Renacimiento, Colonia Lola, Cuarenta Guasos, Las Violetas, Los
Gigantes, Centroamérica. Eso es poesía.
Tengo
anotado en una libretita el nombre de los 14 caballos que en 1999 fueron
anotados para disputar el Gran Premio San Jerónimo: Walking Around, Sur,
Peletero, Moraleja, Transiberiano, Tío Tom, Radio Esquizofrenia, Hognomo, Arco
Romano, La Pastora, Gangrena, Bodega Bay, Memorial y Marianela. Eso es poesía.
Quiero
irme ya. Te quiero a ti, ya. E.E.P.
“Me
das pena/ ven conmigo/ voy a contarte un cuento/ ven a mi cama/ ven junto a mi
corazón”. Blaise Cendrars
A veces me preguntan si no doy clases
particulares. ¿Qué? ¿Clases particulares yo que no escribo sentado como un
escritor sino apilado como un jockey? ¿Que alquilo cuatro películas al hilo
para evitar el dolor que me provocan los domingos? ¿Que tomo 17 remedios
diferentes y ninguno le emboca a la melancolía?
Vamos,
hijo, le decía a mi hijo cada vez que me veía escribir, desesperado, vamos,
hijo, dame un beso.
A
veces me pregunto la razón por la que Córdoba ha dado tan pocos poetas
memorables. Oh sí, claro que hay media docena dando vueltas por ahí, pero eso
quiere decir que nos cotizamos a razón de un bardo por centuria, un promedio
paralizante. De músicos andamos bien, de actores andamos bien, de pintores
andamos bien. De poetas, no. Se parecen a los tímidos pasos de un niño entrando
a la penumbrosa habitación del abuelo.
No
hay leyes ni normas en lo que se refiere a la poesía, eso está claro, pero
también debería estar igual de claro que –como en el juego de El Estanciero– no
se pueden cobrar los cinco mil sin antes pasar por la salida.
Ea,
poetas, ¿por qué se han alejado tanto de la gente?
“¿Cómo llenarte, soledad/ sino contigo
misma?”. Luis Cernuda
Buñuel, el cineasta aragonés, decía que no
había una definición aceptable de cultura, porque la cultura era todo. ¡Bien
ahí!
Aun
con las puertas cerradas, el bar Sorocabana es poesía. Aun en los días
feriados, cuando nadie lee, la biblioteca Vélez Sársfield es poesía. Aun sin
echar llamaradas por el morro, los trenes moribundos del Belgrano son poesía.
El hombre gordo que se sienta a descansar bajo un árbol del parque con una
toalla alrededor del cuello es poesía. Y las horas de llegada y de partida de
todos los aviones. Y la imagen del camioncito de reparto que aparece en los
almanaques de El Pan de Azúcar. Y los prospectos que enviaba a domicilio la
Escuela Panamericana de Arte. Y el coro de sapos cantores de la isla Crisol. Y
el conejo aquel que, de repente, se nos escapó de entre las manos y desapareció
quemando entre las plantas.
La
palabra quemando ha dejado de utilizarse en la nueva y en la vieja poesía.
“Verdad
que no hay diferencia sustancial/ entre vivir con una vaca o con una mujer/ que
tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?/ Yo, por lo menos, soy
incapaz de comprender/ la seducción de una mujer pedestre,/ y por más empeño
que ponga en concebirlo,/ no me es posible ni tan siquiera imaginar/ que pueda
hacerse el amor más que volando”. Oliverio Girondo
Y para el próximo encuentro, niños, sería muy
interesante que escribieran sus propias poesías. Ya sabéis: escribid con la
misma naturalidad con que meáis. Nada de nubes que flotan en el resplandeciente
cielo azul. Nada de grandes fiordos y/o cataratas. Ni princesas de tres coronas
y ojos verdes.
Mc.
Donald’s no vale. La cajita feliz es infeliz. La tele no vale. El zoológico no
vale. Los animales valen. Harry Potter no sé si vale. El gigante de portland
que tutela el acceso a la cancha de Talleres sí vale. La cancha sí. La cancha
con papá sí, sí. Copiar en los exámenes. Mandarse a mudar de una reunión dejando
el saco colgado en el respaldar de la silla mientras los demás piden la
palabra. Eso sí que vale. Desaparecer en las esquinas. Entregarse al dios de la
escritura sin preguntar absolutamente nada. Odiar al opresor. Caminar en
círculos hasta romperlo. Al primero que diga que Córdoba es su sueño, su
añoranza y su dolor le pongo muy bien 10, felicitado.
Pueden
firmar al pie de la página con sus pequeñas huellas digitales.
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