El paracaidista pragmático
y el párroco piadoso
Andrés T. Queiruga,
Encrucillada
Pero acaso el punto de mayor trascendencia teológica, por sus decisivas y múltiples consecuencias, resida hoy en la cuestión de la acción divina en el mundo. Tomar en serio -como pidió lo Concilio- la autonomía de las leyes que rigen el funcionamiento del mundo, llama a un re-pensamiento radical, pues de una justa comprensión en este punto depende en gran medida el destino de la fe en nuestra cultura.
El carácter técnico de la palabra autonomía no debe engañar. Puede no ser entendida por muchos, pero desde que se abre un libro en la escuela hasta que se ve la previsión del tiempo o la explicación de un tsunami en la televisión, su significación entra por todos los poros de la cultura actual. En terminología de Ortega, constituye una creencia, es decir, algo que se da por supuesto y que condiciona -en este caso legítimamente- el modo de entender las cosas: nadie piensa en un demonio ante una peste y hoy resulta muy extraño oír hablar de rogativas por la lluvia. Esto es tan operante, que una comprensión de la fe que no lo tenga en cuenta acaba por hacerla anacrónica, minando su credibilidad.
Para verlo, tal vez nada mejor que ejemplificarlo mediante dos chistes bien conocidos. Y espero que el recurso no se interprete como irreverencia superficial . Como se sabe, en los chistes suelen operar dos lógicas: una obvia, en la superficie; y otra, más bien oculta, que emerge por contraste. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando al optimista que dice: "este es el mejor de los mundos posibles", le contesta el pesimista: "tienes razón". Aun siendo relativamente sutil, se ve bien aquí el mecanismo del humor.
En el primer caso, está la lógica más evidente: ante tantos males en el mundo, resulta demasiado extraña la primera afirmación; de ahí el éxito del Cándido de Voltaire, burlándose de la teoría de Leibniz. Pero, cuando se mira más a fondo y se advierte que este habla de los mundos posibles (¿cómo serían los otros?), se invierte la perspectiva; e incluso puede extrañar la superficial ligereza de Voltaire frente a la profunda seriedad de Leibniz. Pues bien, obsérvense ahora los dos casos a que alude el título del apartado.
5.1. El primero habla del paracaidista pragmático que cae sobre un barranco hondo y queda colgado de una rama. Grita: "¿Hay alguien por ahí?". Escucha una voz celestial: "Tranquilo, hijo mío, ten confianza: yo estoy contigo". Contesta él: "Muchas gracias. ¿Hay alguien más?".
El caso puede tener una interpretación atea, o incluso cínica. Pero también la persona de fe ríe con gana la salida. No niega que hay verdad en la respuesta ("Muchas gracias"). Con todo, algo no le cuadra, porque, en su literalidad, la lógica de la fe resulta cuestionada por la más evidente y pragmática de la experiencia cotidiana. Las palabras finales -"¿Hay alguien más?"- destapan esa tensión y hacen saltar el humor, acaso un poco nervioso ... y que obliga a la reflexión.
Porque ahí se hace patente un problema que existió siempre, como lo muestran las preguntas sobre el problema del mal: ¿Por qué Dios no interviene poniendo remedio? Lo grave es que hoy se agravó, por la evidencia de la autonomía y no -sin relación con ella- por la libertad en criticar la religión. De hecho, culturalmente, la primera respuesta fue para muchos el deísmo (Dios creó el mundo, pero ahora permanece pasivo en el cielo) y para otros se convirtió en fuente de ateísmo.
Lo importante es que en el trasfondo del chiste se anuncia un problema muy radical. Tan radical, que, como vengo sosteniendo hace tiempo, la teología está aún lejos de encontrarle plena claridad. Porque las respuestas corrientes, resistiéndose a un re-pensamiento radical, se mueven en una especie de deísmo intervencionista o intermitente: Dios interviene realmente; pero sólo en determinados casos, como en los milagros; o, de manera más discreta, se intenta que lo haga en respuesta a nuestras peticiones, curando un enfermo o dando fuerzas en una dificultad. Pero esa visión, general y predominante, más que una solución verdadera representa una fuente de problemas insolubles.
5.2. Lo curioso es que el segundo caso, el segundo chiste, muestra como, a pesar de eso, de algún modo la conciencia religiosa intuyó siempre la verdadera solución, marcándole el camino a la teología.
Se trata de un párroco piadoso ante una grave inundación. Empieza a subir el nivel del agua y, mientras todos se ponen a salvo, él queda en la iglesia afirmando que Dios, siempre providente, lo salvará. Sigue subiendo el nivel y cuando está ya encima de unos bancos, un grupo de vecinos acude con una barca; pero se niega a embarcar: Dios tiene que salvarme. Finalmente, cuando el agua lo obliga a subir al campanario, acuden todavía con un helicóptero; pero él sigue esperando en la providencia ... y muere ahogado.
Ya en el cielo, con los ojos bajos y cara enfurruñada, se le queja a Dios, preguntando por qué lo abandonó a pesar de su fe y confianza en la providencia. ¿Como que te abandoné?, es la respuesta. Te mandé una comisión de vecinos, busqué una barca e incluso llegué a alquilar un helicóptero, y aún te quejas!
También aquí resulta transparente a doble lógica. Según la lógica superficial, parece que Dios no hizo nada, y el párroco tiene derecho a la queja. Pero la segunda lógica descubre la verdad, y también aquí lo significativo es que todos la comprendemos: Dios estaba actuando. Pero no actuaba de la manera normal, milagrosa (o milagrera), como una causa entre las demás causas del mundo, sino en y a través de ellas, como el fundamento creador que les da el ser, que hace posible y promueve su actuación. Rahner lo expresó en una frase certera: "Dios obra el mundo y no propiamente en el mundo".
Lo que precisa la teología es prolongar esta intuición e ir aprendiendo a concretarla, viendo en todo a Dios como Aquel que, siempre y sin descanso, está creando por amor, impulsando el avance del mundo en la medida que lo permite el respeto a la autonomía de sus leyes, y sobre todo, fundando, animando y solicitando la libertad humana hacia el bien y a la justicia.
Bien mirado, aquí se anuncia una tarea a un tiempo evidente y difícil, comprometida y fascinante. Aludamos tan sólo a algo decisivo, teniendo en cuenta que para el ser humano ser libre es tan natural como para la piedra seguir la ley de la gravedad. Por un lado, la libertad aparece como nuestra máxima gloria. En nuestras manos está modificar y hacer avanzar la creación, si, acogiendo la acción creadora y trascendente de Dios, nos dejamos guiar por ella, prolongándola e historizándola en el cuidado del mundo y en el bien de la humanidad.
Por otro, marca la máxima responsabilidad, pues el avance y el progreso o la ruina y la explotación quedan entregados a nuestra decisión. Dentro de los límites impuestos por la autonomía del mundo y de nuestra libertad, todo lo que nosotros -por pereza, por egoísmo, o por abuso- no hagamos, quedará irremediablemente sin hacer. Por parte de Dios no está nunca el fallo: "mi Padre trabaja desde siempre", dice Jesús en el cuarto Evangelio (Jn 5,17).
Intentar suplir esto con peticiones para convencerlo a Él resulta tan fuera de lugar como si, en la parábola del Samaritano, el sacerdote y el escriba se pusieran de rodillas rogándole que tuviese compasión del herido al lado del camino. Quien llama, e incluso "pide y suplica", es Dios al lado de todos los heridos: la verdadera oración consistirá entonces en la atención humilde y agradecida a la llamada divina, para que, acogiéndola y teniendo piedad, actuemos como el Samaritano: "vete y haz tu lo mismo" (Lc 10,37).
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